Manuel de Diego Martín

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14 de noviembre de 2015

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El pasado mes de julio tuve la grandísima suerte de visitar Gokwe, una diócesis de Zimbawe (África) cuyo obispo es un buen amigo nacido en el pueblo de Ayna de Albacete. En nuestras correrías por los poblados, al ver las obras que llevan adelante aquellas comunidades, aquellos cristianos tan fervorosos y bien formados, aquellas celebraciones litúrgica tan vivas, al ver los colegios de las Misiones con aquellas enjambres de niños que reciben una educación cristiana y humana tan exquisita, los dispensarios y demás obras sociales, me quedé ciertamente impactado y me decía a mí mismo ¡Qué hermoso es el evangelio, cuánto bien hace la Iglesia en estas tierras, qué suerte pertenecer a la Iglesia de Jesús!

Hoy celebramos el Día de la Iglesia diocesana. Es el día en que recordamos que somos la Iglesia de Jesús en una parroquia concreta y en una Diócesis, cuyo obispo es nuestro querido D. Ciriaco. Y nuestra Iglesia tiene la misión, como dice el lema de este año, de llevar adelante miles de historias hermosas, gracias a la colaboración de todos sus miembros. Tenemos, pues, mucho por hacer y haremos un gran bien si damos a mucha gente la oportunidad de acoger la riqueza de humanidad que nos trae el evangelio.

Estamos viviendo unos tiempos convulsos. En estas vísperas de elecciones vemos cómo hay programas políticos que quisieran ver a la Iglesia muy escondidita. Así constatamos cómo se quiere retirar todos los signos que hagan referencia a ella; la reprochan que se esté aprovechando de los dineros públicos; la ven como la usurpadora de muchos muebles e inmuebles que son del pueblo y quisieran que en los espacios públicos, en las escuelas, no se pueda dar ninguna formación religiosa. Todos conocéis los ataques de  acoso y derribo a realidades que llevan siglos de historia.

¡Qué le vamos a hacer! Estamos viviendo también en unos momentos en que el lenguaje se ha pervertido, de tal manera que ya no sabemos lo que significan las palabras. El conflicto catalán que estamos viendo nos lo demuestra. Cada uno da un sentido a las palabras según sus intereses, de tal manera ya no sabemos ni lo que significa el respeto a la ley, ni lo que son derechos y obligaciones, todo sin orden ni concierto. En la Antigua Grecia pasó algo parecido. Hubo un tiempo en que surgieron un grupo de filósofos llamados sofistas, a los que les gustaba mucho la política, que hacían ven lo blanco negro, la verdad mentira, lo justo injusto y viceversa, una situación tal en que las palabras ya no significaban nada. Sólo los intereses que ellos disfrazaban de falsas palabras. Menos mal que vino el gran Aristóteles, con su filosofía del Lenguaje y del buen uso de los Conceptos y puso un poco de orden y trajo tanto bien a la Humanidad.  

En este barrullo de palabras y conceptos necesitamos hoy también a Aristóteles, que nos haga entender dónde está la verdad y la mentira. Pero nosotros los cristianos tenemos a Jesús que es mucho más que el filósofo ateniense. El mismo nos dijo que era el Camino, la Verdad y la Vida y que Él había venido para darnos vida. Queremos ser la Iglesia de Jesús. En medio de tanto sofista y palabrería inútil intentaremos ser fieles al evangelio, que tanto bien ha hecho, hace y hará a la Humanidad.