Antonio Carrascosa Mendieta
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1 de febrero de 2014
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“Todos los individuos y grupos intermedios tienen el deber de prestar su colaboración personal al bien común. De donde se sigue la conclusión fundamental de que todos ellos han de acomodar sus intereses a las necesidades de los demás (…). Los gobernantes, por tanto, deben dictar aquellas disposiciones que, además de su perfección formal jurídica, se ordenen por entero al bien de la comunidad o puedan conducir a él” (JUAN XXIII, Pacem in terris 53)
Desde sus orígenes, la Doctrina Social de la Iglesia ha tenido claro cuál es el objetivo fundamental de la política: el Bien Común. Su nombre casi no necesita explicación. Tanto en lo que compete a los gobernantes como a la participación de los ciudadanos y grupos sociales, toda opción política tiene que orientarse hacia aquellos fines que beneficien al conjunto de la sociedad y nunca buscar el beneficio de un solo grupo de ciudadanos (sea este más o menos reducido) o sector económico.
Por tanto, para la Iglesia, el objetivo de una sociedad no es buscar el máximo de bienes, el crecimiento económico ni ocupar un puesto muy alto en la escala de la riqueza de las naciones, sino lograr aquellos logros sociales y económicos que puedan llegar al conjunto de los ciudadanos. Demasiadas veces los políticos intentan justificar su gestión presentado unas cifras positivas, un aumento de la riqueza del país o presumiendo de unas leyes encomiables.
Para un creyente en Jesús nada de eso basta por sí solo: lo que no llegue al conjunto de los ciudadanos no puede llamarse “bien” ni “riqueza”, ni “crecimiento”, ni “desarrollo”. Se hace muchas veces, pero con ello se cae en la más absoluta de las hipocresías. Sólo es bueno lo que pueda llegar a todos. Como en las buenas familias.