+ Mons. D. Ángel Fernández Collado
|
5 de junio de 2021
|
211
Visitas: 211
La Iglesia celebra hoy la Solemnidad del Cuerpo de Cristo y nos invita a todos a adorarlo. Esta tarde celebramos la Eucaristía y después, respetando las consiguientes medidas en vigor, el tradicional recorrido procesional llevando el cuerpo de Cristo en nuestro corazón y muy visible en la Custodia. La mirada de los creyentes se concentra en Jesús Sacramento, en la Hostia consagrada, en el “santísimo Sacramento”, donde Cristo se da totalmente a sí mismo: cuerpo, sangre, alma y divinidad.
En la solemnidad del Corpus Christi recordamos aquel “Jueves” que todos llamamos “Santo”, en el que nuestro Redentor Jesucristo celebró su última Pascua con los discípulos: fue la última Cena, culminación de la cena pascual judía e inauguración del rito eucarístico cristiano. Por eso, la Iglesia, desde hace siglos eligió un jueves para la solemnidad del Corpus Christi, fiesta de adoración, de contemplación y de exaltación. Por razones especialmente pastorales y litúrgicas, la Iglesia española trasladó esta fiesta al domingo. Fiesta en la que el pueblo de Dios se congrega en torno al tesoro más valioso que heredó de Cristo, el sacramento de su misma presencia, y lo alaba, lo canta y lo lleva en procesión por las calles de la ciudad.
Nos encontramos ante un misterio sublime e inefable. Misterio ante el cual quedamos atónitos y silenciosos, en actitud de contemplación profunda y extasiada: “Adoremos, postrados, tan gran sacramento”.
En la Eucaristía está realmente presente Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros. En el pan y en el vino consagrados permanece con nosotros el mismo Jesús de los Evangelios que los discípulos encontraron y siguieron, que vieron crucificado y resucitado, y cuyas llagas tocó Tomás, postrándose en adoración y exclamando: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28; 20, 17-20).
En el Sacramento del altar se ofrece a nuestra contemplación amorosa toda la profundidad del misterio de Cristo, el Verbo y la carne, la gloria divina y su ser persona humana, su divinidad y su humanidad. Ante Cristo Eucaristía no podemos dudar de que Dios está “con nosotros”, como verdadero hombre, semejante en todo a nosotros, menos en el pecado, y como verdadero Dios. ( Jn 20, 21-23).
En su cuerpo y en su sangre, en la hostia y el vino consagrados se manifiesta el rostro invisible de Cristo, el Hijo de Dios, con la modalidad más sencilla y, al mismo tiempo, más elevada posible en este mundo, pan y vino convertidos en el Cuerpo y la Sangre del Señor. A los hombres de todos los tiempos, que piden perplejos: “Queremos ver a Jesús” (Jn 12, 21), queremos ver a Dios, la comunidad cristiana responde repitiendo el gesto que el Señor mismo realizó para los discípulos de Emaús: “partir el pan”, ofrecerles el pan de la Eucaristía, el pan de vida eterna, darse como expresión del amor de Dios en nosotros hacia los demás. Al partir el pan se abren los ojos de quien lo busca con corazón sincero y lo ve. En la Eucaristía la mirada del corazón reconoce a Jesús y su amor inconfundible, que se entrega “hasta el extremo” (Jn 13, 1). Y en él, en ese gesto suyo, reconoce el rostro de Dios.
La Eucaristía es un alimento “especial”, pues: nos une a Cristo: (estas son sus propias palabras)“El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en Mí y Yo en él” (Jn. 6, 56); y nos conduce a la vida eterna: “Yo soy el Pan vivo bajado del Cielo: El que come este Pan vivirá para siempre; Quien come mi Cuerpo y bebe mi Sangre, tendrá vida eterna y Yo lo resucitaré en el último día” (Jn.6, 52 y 54).
Recibimos a Cristo Eucaristía, alimento de inmortalidad. Pero lo realmente importante al comulgar es unirnos a Él en el pensamiento, en el sentir, en la voluntad; con nuestro cuerpo, con nuestra alma (entendimiento y voluntad) y con nuestro corazón.
La Eucaristía es el pan que nos alimenta para la vida eterna. Y, con este pan nos alimentamos para convertirnos en testigos auténticos del Evangelio, en misioneros y evangelizadores. Necesitamos este pan para crecer en el amor, condición indispensable para reconocer el rostro de Cristo en el rostro de los hermanos. Conocer a Dios, y a Dios en los hermanos más necesitados.
Nuestras comunidades cristianas necesitan la Eucaristía para proseguir en el camino de renovación misionera que la Iglesia viene realizando a lo largo de los siglos. Es preciso seguir el camino “recomenzando” desde Cristo, es decir, desde la Eucaristía. Caminemos con generosidad y valentía, buscando la comunión dentro de nuestras comunidades y dedicándonos con amor al servicio humilde y desinteresado de todos, especialmente de las personas más necesitadas.
En este camino Jesús nos precede con su entrega hasta el sacrificio y se nos ofrece como alimento y apoyo. Más aún, no cesa de repetir en todo tiempo a los sacerdotes, pastores del pueblo de Dios: “Dadles vosotros de comer” (Lc 9, 13); enseñarles a darse a los demás, a gastarse en el servicio y la entrega amorosa a los demás, a alimentarse con el pan de vida eterna.
Ojalá que todos y cada uno de nosotros fortalecidos por su Cuerpo y su Sangre, mostremos a Cristo a todos con nuestro modo de vivir, hecho unidad fraternal, fe gozosa y bondad cristiana. Que nuestras comunidades parroquiales se renueven pastoralmente desde Cristo, Pan de vida inmortal. Y tú, Jesús, Pan vivo que das la vida, Pan de los peregrinos, “aliméntanos, defiéndenos, y llévanos a gozar de los bienes eternos contigo en el cielo”.