Mons. D. Ángel Fernández Collado

|

31 de octubre de 2021

|

144

Visitas: 144

S.I. Catedral – Albacete, 01 de noviembre de 2021

La Iglesia nos invita hoy a celebrar con un gozo inmenso la Solemnidad de Todos los Santos y a dirigir nuestra oración a esa inmensa multitud de hombres y mujeres que siguieron a Cristo aquí en la tierra y que se encuentran ya con Él en el Cielo. La liturgia nos recuerda la llamada de Jesucristo a todos sus discípulos, a todos los bautizados: «Sed santos como vuestro Padre celestial es santo». La santidad, la madurez cristiana, es una exigencia asequible a todos, en las diversas profesiones y estados. La gracia de Dios con nuestra libre colaboración nos quiere regalar a todos la santidad, la perfección, el parecernos a Dios nuestro Padre, que es santo, que es amor.

La Iglesia, nuestra Madre, nos invita hoy a pensar en aquellos que, como nosotros, pasaron por este mundo con dificultades y tentaciones parecidas a las nuestras, y vencieron, triunfaron, alcanzaron la santidad, la madurez cristiana, el cielo. Son esa muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, según nos recuerda la Palabra de Dios. Todos fueron «marcados en la frente y se vistieron con vestiduras blancas, lavadas en la sangre del Cordero». La marca y los vestidos son símbolos del Bautismo, que imprime en el hombre, para siempre, el carácter de la pertenencia a Cristo, y la gracia renovada y acrecentada por los sacramentos y por las buenas obras.

Muchos Santos, de toda edad y condición, han sido reconocidos como tales por la Iglesia, y cada año los recordamos en un día concreto del calendario y los tomamos como intercesores para tantas ayudas como necesitamos. Pero hoy festejamos, y pedimos su ayuda, a esa multitud incontable de personas, de cristianos de los cuales la Iglesia no hace mención expresa en el Santoral pero que alcanzaron el Cielo después de pasar por este mundo sembrando amor y alegría, sin apenas hacer ruido a su alrededor; recordamos a aquellos que, mientras estuvieron entre nosotros, hicieron, quizá, un trabajo similar al nuestro; que tuvieron también dificultades parecidas a las nuestras y que debieron recomenzar muchas veces su caminar cristiano por la vida, como nosotros procuramos hacer. Son, en definitiva, aquellos que supieron, con la ayuda de Dios conservar y perfeccionar en su vida la santificación que recibieron en el Bautismo.

 

Todos hemos sido llamados a la plenitud del Amor, a luchar contra las propias pasiones y tendencias desordenadas, a recomenzar siempre que sea preciso, porque la santidad no depende del estado civil o eclesiástico en que nos encontremos: niño, joven o adulto, soltero, casado, viudo, sacerdote u obispo, sino de la respuesta personal a la gracia, que Dios nos concede a todos. La Iglesia nos recuerda que todos podemos llegar a ser santos, cumpliendo fielmente nuestras obligaciones, en el lugar y estado en el que nos ha colocado la vida. 

Es consolador pensar que, en el Cielo, contemplando el rostro de Dios, hay personas con las que hemos tratado aquí en la tierra y a las que hemos amado, y con las que seguimos unidas por una profunda amistad y cariño. Ellas nos prestan su ayuda desde el Cielo, y nosotros nos acordamos de ellas con alegría y acudimos a su intercesión.

Nosotros formamos parte de la Iglesia peregrina que se dirige al Cielo; y, mientras caminamos, hemos de reunir ese tesoro de buenas obras con el que un día nos presentaremos ante Dios. Todos hemos sido llamados a la plenitud de la vida en Cristo. Para amar a Dios y servirle, no es necesario hacer cosas raras. Para la gran mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo, y encontrar así a Dios en el camino de sus vidas. Quienes han llegado ya, procuraron santificar las realidades pequeñas de todos los días; y si alguna vez no fueron fieles, se arrepintieron y recomenzaron el camino de nuevo. 

Muchos de los que ahora contemplan el rostro de Dios quizá no tuvieron ocasión de realizar grandes hazañas en la tierra, pero cumplieron lo mejor posible sus pequeños deberes diarios. Tuvieron errores y faltas, tal vez pecados graves, pero se arrepintieron y recomenzaron de nuevo. Amaron mucho y tuvieron una vida con frutos evangélicos. Nunca se creyeron santos; todo lo contrario: siempre pensaron que iban a necesitar en gran medida de la misericordia divina. Todos conocieron, en mayor o menor grado, la enfermedad, la cruz; sufrieron fracasos y tuvieron éxitos. Pero también escucharon gozosos y confiados las palabras del Señor que inundaron su alma: «Venid a Mí, todos los que estáis cansados y agobiados (por los avatares de la vida), y Yo os aliviaré».

Los bienaventurados, los fieles cristianos que alcanzaron ya el Cielo, tuvieron en su vida terrena un común distintivo: vivieron la caridad con quienes les rodeaban. El Señor había dicho: «en esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros como Yo os he amado». Esta es la característica de los Santos, de aquellos que están ya en la presencia de Dios. Imitemos pues el ejemplo de sus vidas y pidamos su ayuda e intercesión, de manera que algún día también nosotros alcancemos la santidad y la participación en su destino.

Ángel Fernández Collado

Obispo de Albacete