+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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31 de octubre de 2020

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“Sed santos como vuestro Padre celestial es sant[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]o[/fusion_dropcap]”

Albacete – S.I. Catedral, 01 de noviembre de 2020

Partiendo de la exigencia de Jesús en el Evangelio: “Sed santos como vuestro Padre celestial es santo”(Mt 5,48); recordando, como lo enseña San Juan en su Evangelio, que Dios es amor y que nosotros tenemos que parecernos a él en el amor al prójimo, la Iglesia ha insistido siempre y machaconamente a todos sus hijos en la necesidad de la santidad, de ser santos. Esta llamada a la santidad es para todos: clérigos, consagrados, y laicos y, especialmente, para los bautizados. Es para unos y otros un camino, una tarea y una exigencia ineludible. 

Toda la Sagrada Escritura es una llamada a la santidad, a la plenitud de la caridad. Jesús nos señala explícitamente en el Evangelio la necesidad de ser santos, maduros en la fe, la esperanza y el amor. Y Jesús no se dirige solo a los Apóstoles, o a unos pocos, sino que la exigencia es para todos. Jesús no pide la santidad a un grupo reducido de discípulos que le acompañan a todas partes, sino a todos los que se acercaban a él, a todas las gentes, entre las que había padres y madres de familia, labradores, pescadores, niños, jóvenes, adultos, publicanos, mendigos, enfermos… El Señor llama a imitarle y seguirle sin distinción de estado, raza o condición. 

A nosotros, a cada uno en particular, a todos nos dice Jesucristo: “Sed santos…, y, para que lo consigamos, nos da las gracias y ayudas que necesitamos. Esta llamada a la santidad no es un simple consejo de Jesucristo, el Maestro, sino un mandato exigente para todos los bautizados, para los miembros de la Iglesia. Así lo recuerda el Concilio Vaticano II en su Constitución Lumen gentium, nº 39: “En la Iglesia, todos, lo mismo quienes pertenecen a la jerarquía como quienes son apacentados por ella, están llamados a la santidad, según lo escrito por el Apóstol Pablo: Porque esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación” (1 Tes, 4, 3). “Y sigue diciendo el Concilio: Todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (Conc Vaticano II, Lumen gentium, 40). No existe pues en la doctrina de Cristo una llamada a la mediocridad, sino al heroísmo, al amor, al sacrificio alegre, a la santidad.

Partiendo de este principio fundamental de la llamada a todos a ser santos, Dios y el hombre tienen que realizar su tarea. La necesaria preeminencia de la gracia divina, de la iniciativa del Señor, no anula la colaboración personal de la persona, sino que la ilumina, la enciende, la enfervoriza y la impulsa a una colaboración enardecida, apasionada, incansable hasta la entrega total por alcanzar la santificación de las gentes, pasando por la santificación personal suya. 

Tener deseos, querer ser santos, es el paso necesario para tomar la decisión de emprender un camino con el firme propósito de recorrerlo hasta el final. Como escribía Santa Teresa en su Camino de Perfección: (quiero ser santa) “… aunque me canse, aunque no pueda, aunque reviente, aunque me muera” (Santa Teresa, Camino de perfección, 21,2).

Los santos fueron hombres y mujeres que tuvieron un gran deseo de saciarse de Dios, aun contando con sus defectos. El amor de Dios, su santidad, se pone al alcance de todos, porque la santidad es cuestión de amor, de empeño por llegar, con la ayuda de la gracia, hasta identificarse con Jesucristo y parecerse a Dios nuestro Padre, que es amor, perfección absoluta.

Jesucristo no se contenta con una vida interior superficial, para ir tirando, y con una entrega a medias. Quiere que seamos santos, que nos parezcamos como El a nuestro Padre Dios. Por ello se ofrece a ayudarnos, purificándonos y fortaleciéndonos con su gracia: “A todo sarmiento que no da fruto en mí, lo arranca (el viñador), y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto” (Jn 15,2). 

La fuerza del Espíritu Santo no conoce límites ni barreras. Santos son, no los hombres o las mujeres que no han pecado nunca, sino “los que se han levantado siempre”. 

Dios nos llama a ser santos en toda circunstancia: en la enfermedad y en la salud, en los aparentes triunfos humanos y en los fracasos inesperados, cuando tenemos tiempo en abundancia y cuando casi no llegamos a tener lo imprescindible. El Señor nos quiere santos en todos los momentos. No esperemos un tiempo más oportuno; este es el momento propicio para amar a Dios con todo nuestro corazón, con todo nuestro ser; y para amar igualmente a nuestro prójimo. “Sed santos como vuestro Padre celestial es santo”.