+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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22 de mayo de 2021

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A los cincuenta días de la celebración de la Pascua del Señor, de la gloriosa Resurrección de Jesucristo, celebramos la Solemnidad de Pentecostés. La Fiesta del Espíritu Santo. La venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y la Iglesia. En esta solemnidad, la Acción Católica y el Apostolado Seglar celebra también su gran fiesta: Pentecostés. 

Pentecostés marca el comienzo de la actividad apostólica y misionera en la Iglesia, porque fue justamente al recibir al Espíritu Santo cuando los Apóstoles comenzaron a cumplir el mandato que habían recibido de Jesús antes de su Ascensión al cielo: predicar su mensaje de salvación a todos los hombres, “Id al mundo entero y predicad el Evangelio”. “Id y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado” (Mt. 28, 19-20).

“Como el Padre me ha enviado, así también os envío Yo. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo” (Jn. 20,19-23). Y el Espíritu se derramó sobre ellos como lenguas de fuego. Comienza el tiempo de la misión del Espíritu Santo, de la misión de la Iglesia. El Espíritu Santo inicia su misión: confirmar y fortalecer en la fe a los discípulos de Jesús; y hacer madurar cristianamente a los fieles, transformándoles en testigos del amor de Dios y de nuestra salvación con la muerte de Jesús en la Cruz. La eficacia de la acción del Espíritu se dejó ver enseguida en la transformación interior de las personas de los apóstoles, en la creación de las primeras comunidades cristianas, y en el testimonio caritativo de los primeros cristianos. 

Las personas de los Apóstoles, al recibir el Espíritu Santo en Pentecostés, cambiaron radicalmente: se lanzaron a predicar sin ningún temor y con total seguridad, llenos de sabiduría divina; sus palabras, llenas de amor, según el nuevo lenguaje dado por el Espíritu Santo, llegaban al corazón de los oyentes produciendo en ellos la conversión, aceptando el mensaje de Jesucristo Salvador y bautizándose. Crecieron entonces el número de los discípulos de Jesús, las comunidades se fortalecieron, asistieron a los necesitados, sufrieron persecuciones, alcanzaron la santidad y, algunos, hasta el martirio. Los apóstoles y los discípulos del Señor fueron capaces de transformar aquella sociedad paganizaba en la que vivían y de impregnar de Evangelio sus vidas y costumbres. El Espíritu Santo es el cumplimiento de esta promesa de Jesús: “Sabed que yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20).

Escribió el Papa Benedicto XVI: que “no hay Iglesia sin Pentecostés y no hay Pentecostés sin la Virgen María”. A ella dedicamos estos pensamientos.

El pasaje con el que el evangelista san Lucas describe la primera comunidad de Jerusalén incluye la presencia de María. Ella se encuentra entre los personajes centrales que forman el puente entre la historia de Jesús y el caminar de la Iglesia. El relato del libro de Los Hecho de los Apóstoles (Hch 1,14) recoge una de las primeras afirmaciones de la Iglesia sobre María. La presenta como “la Madre de Jesús”. Sin duda alguna, aunque Pedro sea cabeza de los Once, María representa el corazón del grupo, el núcleo aglutinador de todos los que se han reunido para orar y prepararse para la venida del Defensor, del Espíritu Santo. Apreciamos, como afirma san Juan Pablo II que “la dimensión mariana de la Iglesia antecede a su dimensión petrina, aunque ambas sean complementarias” (Alocución 22.12.1987).

El evangelista san Lucas nos recuerda que María “conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón” (Lc 2, 19.51). Por eso Ella es fundamento del recuerdo de la persona y de la vida de Jesús.  Ella, presente en el Cenáculo de Jerusalén, transmitirá a la Iglesia de todos los tiempos sus recuerdos íntimos sobre Jesús. Como testigo insustituible del nacimiento y la vida oculta de Jesús, María garantiza la humanidad verdadera del Hijo de Dios, que por obra del Espíritu Santo ha tomado carne de su carne. San Juan Pablo II afirma que: “En la Iglesia que nace, Ella entrega a los discípulos, como tesoro inestimable, sus recuerdos sobre la Encarnación, sobre la infancia, sobre la vida oculta y sobre la misión de su Hijo divino, contribuyendo a darlo a conocer y a fortalecer la fe de los creyentes” (Audiencia 28.05.1997).

Ciertamente, existe unidad y continuidad doctrinal entre lo que escribe Lucas en su Evangelio y lo que narra el libro de los Hechos de los Apóstoles.   Para San Lucas, la Iglesia naciente que se describe en el libro de los Hechos es el cumplimiento de la historia de Israel. Todos los demás personajes que aparecen en la infancia de Jesús (Isabel, Zacarías, Juan Bautista, Simeón) han desaparecido, y sólo María permanece en la nueva comunidad. Ella, que viviendo en fidelidad a Jesús se convierte en prototipo del verdadero Israel, es ahora prototipo de la Iglesia naciente. María, la Hija de Sión, aparece como el vínculo de unión entre el Nuevo y el Antiguo Testamento.

María ora con la primera comunidad. Ella, maestra de oración, siempre dócil a la suave voz del Espíritu Santo, enseña a los discípulos a esperar con confianza el Don que viene de lo alto, es decir, el Espíritu prometido por Jesús como fruto de su muerte y resurrección. Así como en la Encarnación el Espíritu Santo había formado en su seno virginal el cuerpo físico de Cristo, así ahora, en el Cenáculo, el mismo Espíritu el que viene para animar su Cuerpo Místico.

María ha tenido ya experiencia de la acción del Espíritu Santo en su vida, puesto que a su poder creador debe Ella su maternidad virginal. Pero “era oportuno que la primera efusión del Espíritu sobre Ella, que tuvo lugar con miras a su maternidad divina, fuera renovada y reforzada”. En efecto, “al pie de la cruz, María fue revestida con una nueva maternidad, con respecto a los discípulos de Jesús. Precisamente esta misión exigía un renovado don del Espíritu. Por consiguiente, la Virgen lo deseaba con vistas a la fecundidad de su maternidad espiritual” (San Juan Pablo II).

El Papa Benedicto XVI escribió que “no hay Iglesia sin Pentecostés y no hay Pentecostés sin la Virgen María” (Regina Coeli, 23.05.2010). Y es que María, por su profunda humildad y su amor virginal, se ha convertido en Esposa del Espíritu Santo. Por su fe, esperanza y caridad, María es expresión genuina de la Iglesia. Ella está tan vacía de sí misma y tan llena de amor a la voluntad de Dios, que el Espíritu Santo se complace en inundar continuamente su alma y escuchar sus ruegos por la Iglesia naciente.

Somos conscientes, y más en esta Solemnidad de Pentecostés, de que “en cualquier lugar donde los cristianos se reúnen en oración con María, el Señor dona su Espíritu” (Ibid.). Pidámosle a Ella que interceda por nosotros ante Jesús para que, como en las bodas de Caná, se dirija a su Hijo para decirle: “No tienen vino”, ayúdalos. Con su poderosa intercesión, Ella nos alcanzará un renovado Pentecostés para nuestras personas, familias, amigos, apostolado seglar, Acción Católica parroquias de la diócesis, y para toda la Iglesia.