+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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29 de mayo de 2021

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Muy queridas HH. Franciscanas de la TOR de Penitencia, del Convento de Santa María Magdalena, en Alcaraz. Estoy contento de estar con vosotras y poder celebrar la Jornada Pro Orantibus, haciendo muy presente a todas las Religiosas de Vida Consagrada Contemplativa en la Solemnidad de la Santísima Trinidad. 

El apóstol san Pablo, en la carta a los Romanos (Rom 8,14-17) nos recuerda que hemos recibido el espíritu de adopción filial que nos hace hijos de Dios (cf. Rom 8, 15-16). Estas palabras condensan la riqueza de toda vocación cristiana: el gozo de sabernos hijos. Esta es la experiencia que sustenta nuestras vidas, la cual quiere ser siempre una respuesta agradecida a ese amor. ¡Qué importante es renovar día a día este gozo! Sobre todo, en los momentos en que el gozo parece que se fue o el alma está nublada o hay cosas que no se entienden. Por ello, es importante que periódicamente renovemos nuestro sentir y realidad: «Soy hija, soy hija de Dios». En este caminar contemplativo hay que potenciar la vida de oración, comunitaria y personal. La oración es el núcleo de vuestra vida consagrada, de vuestra vida contemplativa. Mediante la oración hacemos presente la experiencia de amor que sostiene nuestra fe.

En la Fiesta de la Santísima Trinidad nos acercamos a contemplar un misterio de fe y adoración, un misterio de vida y comunión. En esta fiesta se nos revela cómo es Dios. Tres Personas distintas y un solo Dios verdadero. Todo don viene del Padre, por mediación de Jesucristo, en el Espíritu Santo. Contemplamos el Corazón de Dios, que es ser Unidad en la Trinidad, profunda comunión de vida y amor.

Tres Personas divinas en la obra de la salvación y la reconstrucción del mundo. El Padre ama tan apasionadamente al mundo que, para salvarlo, envía a su Hijo que da la vida por nosotros, resucita, sube al cielo y con el Padre nos envían su Espíritu, el Espíritu Santo. Dios nos ha hecho conocer su existencia como el amor sin límites.

El misterio de la Santísima Trinidad es un gran misterio: un solo Dios en tres Personas. Un misterio grande pues se refiere a la esencia misma de Dios, y que se nos hace muy difícil, casi imposible, entender y captar cabalmente, y menos aún explicarlo, pues es una verdad que sobrepasa infinitamente las capacidades intelectuales del ser humano. Entre nuestra inteligencia y la Sabiduría de Dios existe una distancia infinita.

Aquí en la tierra somos llamados a participar de la vida de Dios Trinitario. Nuestro fin último es la unión para siempre con Dios en el Cielo, pero, aquí en la tierra debemos comenzar a estar unidos a la Santísima Trinidad y a ser habitados por las Tres Divinas Personas. Recordemos lo que Jesucristo nos ha dicho: “Si alguno me ama guardará mi Palabra y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn.14, 23). 

Aunque las Tres Divinas Personas son inseparables en su ser y en su obrar, al Padre se le atribuye la Creación, al Hijo la Redención y al Espíritu Santo la Santificación. Del Padre recibimos el amor, del Hijo la gracia, y del Espíritu Santo la comunión y la vida en la caridad. Dios nos revela que su vida es don, amor, y alegría de amar y ser amado.

El Espíritu Santo, en su obra de santificación en cada uno de nosotros, lo primero que hace es darnos a conocer a Jesús como Hijo de Dios, pues “nadie puede decir que Jesucristo es el Señor, sino es bajo la acción” (1 Cor. 12, 1-3). Luego nos va haciendo cada vez más semejantes al Hijo. 

Posteriormente, Jesucristo, el Hijo, nos va revelando al Padre y nos va llevando a Él.  Así nos dice Jesús: “Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquéllos a quienes el Hijo se lo quiera dar a conocer” (Mt. 11, 27). 

La Trinidad está muy presente en todas nuestras celebraciones, en los gestos y oraciones que hacemos. Comenzamos siempre haciendo la señal de la cruz, santiguándonos, y diciendo “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Nombramos a la Trinidad en muchas ocasiones: en la doxología, al terminar la plegaria eucarística, cuando decimos: “por Cristo, con El y en El, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo…”, hemos nombrado a las tres personas. También en la bendición final: La bendición de Dios…, o incluso en el final de alguna oración, cuando decimos: “por nuestro señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo (con el Padre) en la unidad del Espíritu Santo…”. Fuimos bautizados “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. El sacerdote nos absuelve de los pecados “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.

Lo importante de este misterio central de nuestra fe no es explicarlo, sino vivirlo. Y recordemos que, aunque aquí en la tierra somos llamados a participar de la vida de Dios Trinidad de una manera un tanto oscura e incompleta, en el Cielo podremos vivirlo a plenitud, porque veremos a Dios tal cual es.