+ Mons. D. Ángel Fernández Collado
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24 de marzo de 2022
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Jornada por la Vida
S.I. Catedral de Albacete, 25 de marzo de 2022
Estamos celebrando la solemnidad de la Anunciación del Señor, momento central de la historia de la salvación, en el que la Virgen María, con su asentimiento y disponibilidad, hace posible el designio de Dios. Llegada la plenitud de los tiempos, por nosotros los hombres y por nuestra salvación, el Hijo de Dios se encarnó por obra del Espíritu Santo en las entrañas de la Virgen María.
A la luz de ese misterio del amor de Dios por los hombres, la Iglesia quiere hoy también celebrar la “Jornada por la Vida”, recordándonos que ésta es un don de Dios que, a ejemplo de María, hemos de acoger y cuidar, desde su concepción hasta la muerte natural, cuidando siempre su dignidad, y sabiendo que toda persona humana está llamada a alcanzar la plenitud del amor. (((Que esta celebración nos ayude a ser, cada vez más, testigos del Evangelio de la vida en medio del mundo.)))
Entrar en este misterio del Verbo encarnado nos lleva a tomar conciencia del gran amor del Padre que «tanto amó al mundo que entregó a su Unigénito» (Jn 3, 16) para salvarnos. Si Dios envía a su Hijo es porque ama al hombre, ama la vida de los hombres, a los que ha destinado a ser sus hijos y alcanzar la santidad (cf. Ef 1, 4-5). En efecto, Dios es la fuente del ser y de la vida, que por amor creó al ser humano a su imagen y semejanza (cf. Gen 1, 27) y que ahora, viniendo al mundo, quiere alumbrar al hombre y comunicarle la nueva vida de la gracia (cf. Jn 1, 4. 9). El «sí» de la Virgen María se ha convertido en la puerta que nos ha abierto todos los tesoros de la redención.
En este sentido acoger la vida humana es el comienzo de la salvación, porque supone acoger el primer don de Dios, la vida, fundamento de todos los dones de la salvación; de ahí el empeño de la Iglesia en defender el don de la vida humana desde su concepción hasta su muerte natural, puesto que cada vida es un don de Dios y está llamada a alcanzar la plenitud del amor.
Hoy más que nunca, en nuestra sociedad, los cristianos debemos ser testigos del Evangelio de la vida, defendiendo el derecho fundamental a la vida con el propio ejemplo, promoviendo leyes justas que salvaguarden la vida y buscando educar a las generaciones más jóvenes como personas íntegras que construyan una sociedad verdaderamente humana, a la luz de Dios que ama al hombre y por amor lo creó.
Nos encontramos en una sociedad en la que no solo se permite jurídicamente la eliminación de la vida considerada menos digna según criterios económicos o utilitarios, sino que se promueve su eliminación con razones en las que se alega «humanidad». Ante esta absurda legalización, nosotros, desde la fe, proclamamos que acabar con una vida humana es lo más contrario a la verdadera humanidad.
Lo cristiano, lo humano, lo característico de una sociedad progresista y humana es acoger la vida que nace y cuidar la vida que existe. Y, especialmente, velar por las vidas de aquellos que se encuentran en una situación de mayor vulnerabilidad, como el caso de los concebidos no nacidos o de los más enfermos o de los ancianos. El cristiano actúa de este modo como «centinela» del Evangelio de la vida, porque es testigo de la belleza de la vida, don de Dios, y porque vigila para salvaguardarla de cualquier atentado o manipulación.
Ser centinela del Evangelio de la vida implica también tomar conciencia de la necesidad de formarnos y de formar a las generaciones más jóvenes para conocer y comprender la verdad del hombre, creado por Dios, llamado a amar y ser amado en plenitud.
El cristiano, todo cristiano, está llamado a vivir el Evangelio de la vida y a ser así testigo del amor y constructor de una sociedad más humana. En la solemnidad de la Anunciación volvamos la mirada del corazón a la Virgen María, aquella que supo acoger y cuidar al que es la vida y la luz del mundo que viene para llevar a plenitud los deseos más profundos del ser humano. En ella contemplamos una acogida incondicional de la vida. Ella engendró al Verbo eterno de Dios por obra del Espíritu Santo, «lo esperó con inefable amor de Madre» y lo dio a luz en una situación nada fácil, «lo recostó en un pesebre porque no había sitio para ellos en la posada» (Lc 2, 7), como nos refiere el evangelio. Ella, junto a san José, alimentó la vida de Jesús en su infancia y la defendió ante el peligro de la persecución experimentando también el destierro. En el hogar de Nazaret Jesús creció y aprendió (cf. Lc 2, 40; 2, 52). También nos muestra el Evangelio cómo María tuvo que padecer la angustia ante el Hijo que se quedó en el templo (cf. Lc 2, 41ss) o también cómo padeció junto al Hijo en la cruz, acogiendo la suprema donación del que se entregó por nosotros hasta la muerte para darnos vida eterna. Se convirtió así en mujer que acompaña la vida del que sufre en la esperanza de la victoria de la resurrección y modelo de todo aquel que cuida de los hermanos enfermos o en precariedad.
Por eso, acudamos espiritualmente a Nazaret en esta Solemnidad de la Anunciación del Señor, donde el Hijo de Dios se hizo carne y donde Jesús creció como hombre. Estamos invitados a aprender de la Sagrada Familia a ser centinelas del Evangelio de la vida, defensores y testigos de esta Buena Noticia para el mundo y constructores de una sociedad verdaderamente humana, la «civilización del amor, de la justicia y de la paz, el reino de Cristo en el mundo». Amén
Ángel Fernández Collado
Obispo de Albacete