+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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24 de marzo de 2021

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l hecho más relevante de la historia de la humanidad es, sin duda, el Nacimiento de Jesucristo, del Hijo de Dios que se hace hombre, con la colaboración de María, en todo semejante a nosotros menos en el pecado. “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. En ese mismo instante “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”. Tan importante fue este acontecimiento que la historia se dividió en “antes” y “después” de Cristo. Sin embargo, ese hecho fue antecedido por el misterio más grande de nuestra fe cristiana: la Encarnación de Dios, es decir, Dios hecho hombre en el seno de la Virgen María.

En la fiesta de la Anunciación del Señor, los cristianos debemos dar gracias a Dios por el maravilloso regalo de su hijo. Y la mejor manera de dar gracias a Dios es hacer de Cristo nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida, nuestro único Señor. Jesús de Nazaret, Dios y hombre verdadero, la persona a la que nosotros seguimos, admiramos y adoramos.

En el momento de la Anunciación, María exclamó: “Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”.  Y María, una criatura humana, quedó llena de Dios. Esta es también la misión y la vocación de todos los cristianos: vivir en comunión con Dios, ser santos, siendo imágenes y espejos de Dios con nuestras palabras y obras. Así lo expresaba San Pablo: “en Dios nos movemos, vivimos y existimos”. En esta fiesta de la Anunciación debemos hacer realidad esta afirmación de San Pablo: vivir y existir en Dios, llenarnos de Él. 

San Agustín nos dice que: “para hacer dioses a los hombres, se hizo hombre el que era Dios”. Dios quiere que vivamos en la tierra siendo sagrarios de Dios, lugar de presencia de Dios, cristianos inhabitados por el Espíritu. La Virgen María es imitable en cuanto portadora de Dios, lugar de presencia de Dios, inhabitada por el Espíritu Santo. Cuando la gente percibe la presencia de un verdadero cristiano, de alguna manera, está vislumbrando a Dios en él. La vida de un verdadero cristiano puede y debe ser la mejor prueba de la existencia de Dios, del Dios encarnado en el seno de la Virgen María.

Releer el pasaje del Evangelio de San Lucas donde se nos narra la Anunciación del Señor nos da la oportunidad de recordar algunas de las actitudes de la Virgen María que permitieron a Dios realizar ese milagro de Su Amor por los hombres: el de bajarse de su condición divina -sin perderla-, para hacerse uno como nosotros en todo semejante menos en el pecado, humanándose en el seno de la Virgen María.

Según nos lo ha transmitido la tradición, María se encontraba en oración cuando el ángel la visitó en nombre de Dios. San Lucas simplemente nos dice que“El Ángel entró en su presencia”(Lc. 1,28). Es preciso encontrarnos asiduamente con Dios en la oración, de forma personal o comunitaria; buscar tiempos, lugares y situaciones para sentir su presencia amorosa y paternal. Para escucharle y hablarle, para llenarlos de Él y darlo a los demás.

María es una mujer creyente, pues aceptó confiada que lo aparentemente parecía imposible que se realizaría en ella: ser la Madre de Dios. Esta realidad la percibe muy bien su prima Santa Isabel cuando la dice: “¡Dichosa tú que has creído porque lo que te ha dicho el ángel del Señor, se cumplirá!” (Lc. 1, 45). La Santísima Virgen es un modelo de fe para nosotros: cree por encima de toda apariencia, cree sin dudar, cree porque Dios, a través de su enviado el arcángel Gabriel, le anuncia el hecho insólito de que sería la Madre de Dios, pues El mismo se encarnaría en su seno. “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Hijo que va a nacer será Santo y lo llamarán Hijo de Dios” (Lc. 1, 35). María es la mujer creyente, la que se fía de Dios. Recibe del ángel este mensaje lleno de confianza: “Dios te salve, María, llena de gracia. No temas, el Señor está contigo”. 

María brilló por su humildad. “He aquí la esclava del Señor”, Es la respuesta generosa de María a Dios. Constituida nada menos que “Madre de Dios”, se reconoce a sí misma como “la esclava del Señor” para que se haga en ella todo lo que Dios desee. La devoción a la Santísima Virgen María consiste principalmente en imitar sus virtudes. Y, entre éstas, las que nos muestra en tan importante acontecimiento: su espíritu de oración, su humildad y su fe a toda prueba. 

Reflexionar sobre el misterio de la Encarnación del Señor nos da la esperanza de que Dios continuará conduciendo nuestra historia. Este maravilloso misterio nos invita a abrirnos a la acción transformadora del Espíritu Santo, que nos hace nuevos, que nos hace una sola cosa con Él y nos llena de su vida. Nos invita a buscar que él viva en nosotros, y a acoger la Palabra de Dios en nuestros corazones, haciéndonos capaces de responder con amor a Él y a nuestro prójimo.

El prodigio de la Encarnación continúa desafiándonos a abrir nuestra inteligencia a las ilimitadas posibilidades del poder transformador de Dios, de su amor por nosotros, de su deseo de estar en comunión con nosotros. 

El eterno Hijo de Dios se convirtió en hombre, e hizo posible para nosotros compartir su filiación divina. Cristo se vació a sí mismo, e hizo posible con su Pasión, Muerte y Resurrección que nosotros hayamos sido elevados a la dignidad de hijos de Dios para compartir la misma vida de Dios.

También dentro de esta Solemnidad estamos celebrando la Jornada en “defensa de la vida”, a cualquier edad y en cualquier circunstancia. La vida, como don de Dios a una persona concreta, es siempre un bien. Ante esta cultura de la muerte, debemos ser custodios de la vida, porque, como afirmaba san Juan Pablo II, «la vida es siempre un bien». Es un don que proviene de la misteriosa y generosa voluntad de Dios. Toda vida vale la pena ser vivida puesto que en ella hay un orden previo y un destino profundamente querido por su Creador. «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó» (Gén 1, 27). La vida es un don que Dios da a aquellos que ama como solo Dios puede amar, con un amor infinito, con un amor eterno.

La vida humana ha sido enaltecida a lo más alto cuando el mismo Hijo de Dios se hace hombre. «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14).

La vida humana vale en sí misma y no está ligada al vigor físico, ni a la juventud, ni a la salud física o psíquica. Es un bien fundamental para el hombre, sin el cual no cabe la existencia ni el disfrute de los demás bienes. Toda vida humana es digna y merecedora de protección y respeto. 

La Iglesia, que es Maestra, nos enseña que la vida de todo ser humano ha de ser respetada de modo absoluto desde el momento mismo de la concepción, porque el hombre es la única criatura en la tierra que Dios ha «querido por sí misma», y el alma espiritual de cada hombre es «inmediatamente creada» por Dios; todo su ser lleva grabada la imagen del Creador. La vida humana es sagrada porque desde su inicio comporta «la acción creadora de Dios» y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Solo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término: nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente. 

La Iglesia nos invita a tener valentía creativa en la custodia y la defensa de la vida humana. Quiero agradecer a los miembros de los movimientos apostólicos en la diócesis, a las asociaciones que están luchando por defender de la vida y, especialmente, de los más débiles, como los niños y ancianos, y a todas aquellas personas que, movidas por su fe o por la solidaridad humana, desde el ámbito eclesial o civil, con valentía creativa, llevan a cabo todo tipo de iniciativas para promover la cultura de la vida. Que el Señor os acompañe muy de cerca en esta obra buena y necesaria.