Pablo Bermejo

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7 de febrero de 2009

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En el verano de séptimo a octavo de E.G.B., pasé una semana en la playa con un compañero de clase. El último día fuimos a jugar al tenis y, por no ponernos de acuerdo sobre a quién le tocaba sacar, acabamos tirándonos las pelotas el uno contra el otro y, enfurruñados, volvimos a Albacete en el coche de sus padres. Aunque nunca nos pusimos de acuerdo, sé que yo pensaba que era culpa suya, así que no le llamé y pensé que no le vería hasta que las clases comenzaran de nuevo. Sin embargo, a principios de septiembre, llamó al portero de mi casa y dijo: “Soy Andrés, he alquilado un juego para hacer las paces”. Me puse muy contento, nos dimos la mano cuando llegó a mi piso y luego pasamos la mañana jugando.

Varios meses después, en clase de Lenguaje, estábamos analizando una lectura de Ana Frank en la que el tema era la soberbia. A mi profesora le gustaba debatir todos los temas haciéndonos preguntas para hacernos pensar en ello. En este caso, me tocó a mí y me preguntó: “Pablo, ¿tú has sentido soberbia alguna vez?”. Le contesté que aún no tenía claro qué era la soberbia, y me contestó que era creer que siempre tienes razón. Intenté hacer memoria y dije que creía que no. Entonces mi amigo Andrés levantó la mano y mi profesora le dio la palabra: “¿No te acuerdas de este verano? Ahí tuviste soberbia”. Recuerdo que en ese momento me enfadé mucho por dentro y estuve a punto de contestar que había sido culpa suya porque me tocaba a mí sacar… pero no contesté porque me daba vergüenza que mi profesora entonces me acusara de soberbio. Contesté que no me acordaba bien, y mi profesora dijo: “Vale Pablo, a lo mejor si no te acuerdas de ningún momento es que eres muy bueno y no tienes soberbia”. Aquello me pareció tener completo sentido y por dentro me convencí de que yo tenía toda la razón y que la culpa de aquella disputa era de Andrés…

Ahora, tantos años después y recordando aquello, no puedo evitar sentir una mezcla de risa y de vergüenza por lo estupendo que me pareció que mi profesora creyera que yo no tenía soberbia porque no lo recordaba, pues hoy creo que no hay algo más difícil para un soberbio que reconocer (o recordar) que se ha equivocado. Y me doy cuenta, al menos en mi caso, que cuantos más años se cumplen más cuesta librarse de ese defecto tan grande. No sólo es difícil dar la razón a quien la tiene sobre nosotros, sino que nos cuesta sobremanera el simple hecho de reconocer interiormente que no tenemos razón.

Desde aquel día en que aprendí lo que es la soberbia, no he podido evitar preguntarme, cada vez que discuto con alguien si no estaré cegándome y en verdad no tengo razón, o si la razón es a medias. Soy consciente de que conforme pasan los años es más costoso admitir que nos equivocamos, pero lo que más miedo me da es no ser capaz de darme cuenta de mi error. Así que no está mal forzarse de vez en cuando a aplicar la frase de Zenón de Citio, que dice: “Tenemos dos orejas y una sola boca, justamente para escuchar más y hablar menos”.

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