Manuel de Diego Martín
|
21 de agosto de 2010
|
187
Visitas: 187
Estos días a través de los medios de comunicación hemos vivido la tensión existente en Melilla y Ceuta ante los bloqueos a estas ciudades, y a su vez los insultos a las Fuerzas de orden público, y el desprecio a nuestras mujeres policías por parte de unos grupos de activistas marroquíes.
Uno llega con dificultad a comprender que los marroquíes sientan como ciudades suyas estas poblaciones que desde siglos, antes de crearse el reino de Marruecos, tienen identidad española. Es más comprensible que al Sultán de Marruecos, con el clásico sibaritismo de toda esta gente, y a su cortejo le molesten los ruidos que producen los helicópteros españoles en sus vuelos de servicio, cuando la comitiva real marroquí se pasea con su yate por el Mediterráneo. A mí también me molesta el botellón que hacen a la puerta de mi casa y me tengo que aguantar.
Si hay problema de convivencia, las cosas se arreglan de otra manera en los Estados de derecho. Para eso están los cónsules, embajadores, ministros, parlamentos. Lo que no es de recibo es que cuatro energúmenos salten a escena a lo bestia, se tomen la justicia por su mano, hagan lo que les de la gana, y rompan la paz social de esas poblaciones que tienen todo el derecho del mundo a vivir como Dios manda.
Es poco comprensible que nuestras autoridades estén tan calladitas ante todos estos líos como si aquí no pasara nada. ¿Es que no quieren molestar la siesta del Sultán ni la de los suyos? Además riñen a todos aquellos que quieren interesarse por el tema como si esto fuera ir a hurgar el avispero. Pues si hay avispero, será bueno buscar el modo de acabar con las avispas.
Lo que si quiero recordar, y a esto viene mi reflexión de hoy, es que si allá en el norte de África las cosas se hacen mal, la culpa no la tienen tantos marroquíes que viven o mal viven entre nosotros. Hay que evitar que no brote ni la mínima pizca de odiosidad hacia ellos. Pues merecen todo nuestro respeto y cariño, aunque sus dirigentes, o los nuestros, dejen mucho que desear. Es una ley sagrada para todos los creyentes, seguidores de Jesús, y añado, también para todos los hombres de buena voluntad, que hay que acoger siempre, con los brazos abiertos, a todo extranjero que llegue a nuestras tierras, sin preguntarnos cómo nos tratan a nosotros en los lugares de donde vienen.