José Joaquín Tárraga
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6 de marzo de 2021
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En estos días se cumplirá un año del confinamiento que vivimos durante semanas. Nos quedamos en casa y vimos cómo luchábamos todos contra un virus invisible y desconocido que nos llevó a quedarnos en casa. El país se paralizó, los comercios se cerraron y los templos se vaciaron. Las iglesias permanecían abiertas pero la Iglesia permanecía en casa. Redescubrimos en aquellos instantes la Iglesia doméstica. Cada casa, cada familia se convirtió en un nuevo templo donde la presencia de Dios se hacía viva y eficaz. Las familias se unían para rezar y para mantener la esperanza en la tristeza de un tiempo de pandemia.
El Evangelio de hoy nos sitúa en el Templo de Jerusalén. Un templo destruido y reconstruido a lo largo de la historia. El Templo de Jerusalén signo de la presencia de Dios. Es ahí donde Jesús entra, en batalla y enfurecido, contra aquellos que han convertido este lugar sagrado en algo profano, lejos de lo que quiere significar presencia de Dios. Y es ahí, donde Jesús se reta con la posibilidad de destruir y reconstruir el templo en tres días. El evangelista especifica aquí, que hablaba del templo de su cuerpo, de su resurrección después de la muerte a los tres días. Jesús se ha convertido en la nueva presencia de Dios entre nosotros por medio de su resurrección. Él es el nuevo Templo de Dios.
Sigue diciendo el evangelista que, en Jerusalén, la gente creyó en Jesús por los signos que hacía. En muchas ocasiones, nos quedamos en palabras, pero la fe también se logra por medio de la acción. En esta Cuaresma toca abrir los ojos y ver esos signos de la presencia de Dios en medio de esta pandemia. Son tantos los templos de la presencia de Dios en nuestros días: enfermos, parados, ancianos, personas solas, científicos, personal sanitario, personas que están dando el 101% en su trabajo, voluntarios, …
Muchas veces se nos ha criticado a los cristianos de quedarnos en las sacristías, de estar encerrados… Pero debemos ser signos visibles de la presencia de Dios en el mundo. Nuestra forma de pensar, de opinar, de querer, acoger, ayudar y reconstruir tantos corazones heridos es la prueba de su permanencia entre nosotros.
La vida es una Cuaresma permanente, es camino hacia la Pascua definitiva, hasta la resurrección. Pero hasta ese día toca caminar. Toca sentir los signos de su presencia entre nosotros. Es tiempo de alegría, de renovar la esperanza, de reavivar las sonrisas. Es tiempo de ser signos de su presencia resucitadora.