+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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1 de abril de 2021

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Introducción

         Jesucristo, nuestro Señor, el Hijo de Dios hecho hombre, antes de expirar en la cruz, quiso dejarnos, como perlas preciosísimas de sabiduría y amor, siete palabras con las cuales expresaba, como un testamento de amor, los aspectos más esenciales de su mensaje.

         La primera palabra de Jesús es su compasiva petición de perdón dirigida al Padre por quienes lo crucificaban: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, no sólo por los que entonces se encontraban en el Calvario, sino también por todos nosotros que, por nuestros pecados, somos también responsables de su muerte.

         La segunda palabra: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso», es la respuesta inmediata a la oración del buen ladrón, a quien promete de forma inmediata su entrada en el paraíso. Sigue la entrañable tercera palabra dirigida a su Madre para confiarle al discípulo amado y entregarle, como precioso tesoro, al discípulo mismo y, en él, a toda la humanidad: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”.

         A la vez, el Hijo de Dios, despojado de toda riqueza divina y humana, grita, en la cuarta y quinta palabras, toda la desolación y angustia del hombre que experimenta la ausencia de Dios: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». E implora alivio a su sed de amor: “Tengo sed”. 

         Finalmente, cuando todo está cumplido, sexta palabra, cuando su sacrificio de amor está plenamente consumado, cuando la ofrenda y el dolor rozan lo imposible, llega la séptima y última palabra: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Así Jesús entra en el reposo del Justo, dejándonos el testimonio de su infinito amor hasta derramar su sangre por nuestra salvación.

 Meditar en estas «palabras» junto con María, a los pies de la cruz, es como zambullirse en el gran misterio de la Redención y presentarla como única y eficaz tabla de salvación para los hombres de nuestro tiempo, quienes, con tanta facilidad, pasan distraídamente junto a la Cruz, absortos en otras palabras que les dejan vacío el corazón.

         Abramos nuestro corazón a la gracia del Señor que, en estos momentos, quiere derramarse abundantemente sobre nosotros al escuchar y meditar sus palabras pronunciadas desde la Cruz.

         Interioricemos estas palabras junto a María, al pie de la Cruz, compartiendo sus sentimientos y haciéndolos nuestros.

         Agradezcamos al Señor su entrega salvadora, su pasión, muerte y resurrección, el testimonio luminoso de su amor, en obediencia al Padre, que nos señala el verdadero camino de la santidad.                    

Primera palabra

“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34)

         Jesús, traicionado por Judas y abandonado por sus discípulos y amigos, es llevado ante los tribunales como acusado; es juzgado, cruelmente azotado, escupido, golpeado, maltratado, condenado a muerte y castigado a cargar con su propia cruz hasta la cima del monte Calvario. Es desnudado en público, tendido sobre la cruz es clavado en ella de pies y manos a través de sus huesos, recibe múltiples ofensas y burlas, y lo único que dice es: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”. 

         Después de haber pronunciado, con lágrimas y sudor de sangre, su sí filial al Padre en el huerto de Getsemaní: “Aquí estoy Señor para hacer tu voluntad”, Jesús recupera fuerzas y se dispone a afrontar la Pasión callándose ante la mentira y la humillación, decidido a llevar a cabo su misión salvadora. Condenado a muerte sin un proceso normal, se encamina, llevando la cruz, al Calvario. Durante la trabajosa subida, él es el buen Pastor que lleva sobre sus hombros no sólo una cruz de madera sino a la humanidad entera, a la oveja descarriada, a la que ha venido a buscar para devolverla sobre sus hombros al redil del Padre. Somos pues, cada uno de nosotros, su verdadera cruz.

         El Calvario, lugar de la más injusta ejecución capital, en virtud de este «amor más grande» de Jesucristo, impulsado hasta la extrema entrega de sí mismo, se transforma en el monte del sacrificio redentor, en el monte de la intercesión y del perdón. El Calvario era también, según la tradición, el lugar donde Adán fue enterrado. El misterio de la muerte de Cristo consiste en que Él, como nuevo Adán, nos restituye al paraíso y a nuestra condición original. Y, mientras la gente grita “Crucifícalo, crucifícalo”, Jesús ora diciendo: “Padre, perdónalos”. 

         Las palabras de perdón que dirige Jesús desde la cruz producen creyentes a través de su Espíritu en Pentecostés. Los creyentes llevamos en la frente esta cruz para acordarnos del amor de Cristo que siempre lo perdona todo. Jesús toma una cruz, instrumento concebido para el castigo y lo transforma en un puente hacia la gloria al proclamar desde ella el perdón para toda la humanidad. Quien vino al mundo para mostrar el amor de Dios a los hombres, se encontró solo en estos momentos decisivos. Por los enemigos derramó su sangre, pero con su sangre los convirtió. Con su sangre borró los pecados de sus enemigos y, anulando sus pecados, de enemigos los convirtió en amigos.

         El que durante el proceso «no abrió la boca» y fue despojado de sus vestiduras, se revistió de sagrado silencio -Iesus autem tacebat-(y Jesús, sin embargo, callaba, guardaba silencio), dice el evangelista San Mateo. Y ahora que se ve completamente impotente y está suspendido entre cielo y tierra, clavado en una cruz, sin defensa alguna y en apariencia derrotado, ahora habla. Y la primera palabra que oímos de sus labios es perdón, «perdono», “perdónalos”, expresión del amor que lo ha empujado hasta allí: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».  A Jesús le pareció poco orar, quiso también excusar a sus verdugos: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen». En realidad, sus verdugos son grandes pecadores, pero no saben realmente lo que están haciendo. Crucifican, pero no saben a quién crucifican, porque “si lo hubieran sabido, no habrían crucificado al Señor de la gloria”, dice San Pablo (1 Cor 2,8). 

         Y, como dice también San Pablo en la carta a los Gálatas (Gal 2,20): “Al sufrimiento del Hijo que me amó y se entregó por mí” corresponde el sufrimiento del Padre que nos ama a todos y lo entrega a una muerte redentora. Dios sufre en la cruz como Padre que entrega, como Hijo que se entrega, como Espíritu que es el amor que emana del amor sufriente de ambos. La cruz es la historia del amor trinitario de Dios al mundo: un amor que no soporta el sufrimiento, sino que lo elige. La cruz no es sólo un suceso entre el hombre y Dios, sino que en último término es un suceso entre el Padre y el Hijo. Si el Padre y el Hijo son una misma cosa (Jn 10,30), si están uno en el otro (Jn 14,10-11), el sufrimiento, el abandono y la muerte que tienen lugar en Jesús, se verifican, de un modo para nosotros incomprensible, en el mismo Dios. Por eso, el fundamento propio y verdadero del dolor de Dios lo debemos encontrar en el interior del misterio trinitario. Dios ha querido compartir el dolor del mundo. No estamos solos en medio de nuestro dolor, pues Dios nuestro Padre comparte todo el dolor del mundo en ese Hijo total, abandonado, que lo constituimos todos.

         En medio del suplicio y del dolor, Jesús pronuncia unas palabras impresionantes que sorprenden a todos: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,33-34). Jesús podría haber aniquilado y destruido a sus verdugos, ya que tenía poder y fuerza para ello. Pero no lo hace porque ha venido no para condenar sino para salvar a todos. Jesús invoca la misericordia de su Padre para aquellos que lo acababan de crucificar. Esta acción de Jesús nos deja sobrecogidos y desconcertados, nos desborda.

         Todo ser humano necesita el perdón; necesita ser perdonado. Tú y yo también necesitamos ser perdonados profundamente. Necesitamos el perdón de Dios; ese perdón que llega y alcanza lo más hondo de nuestra conciencia. Necesitamos ese perdón que nos da alegría y gozo, esperanza y paz. Necesitamos escuchar la voz de Dios que nos dice: “vete en paz; tus pecados están perdonados” (Jn 8,11). Necesitamos el perdón de Dios que nos llega a través del sacramento de la Penitencia.

         Al pedir perdón para nosotros, Cristo nos invita y nos urge a perdonar a quien nos haya ofendido. Como Cristo perdona a los que lo han crucificado, nosotros también debemos perdonar. No se trata de que nosotros perdonemos para que Él nos perdone; es al revés: puesto que Dios nos ha perdonado, nosotros debemos perdonar.

         Señor, eres sorprendente y maravilloso. Con todo lo que te han hecho, no pides su castigo, no les guardas rencor, más aún, pides por ellos. Ayúdanos a aprender de Ti, a no ser rencorosos, a saber, perdonar. Danos la fuerza del Espíritu Santo para tener la capacidad de perdonar siempre y en todo momento, y para olvidar. Danos la virtud necesaria para vivir sin odios, sin rencores, con amor. Y perdónanos Señor por no haber sido misericordiosos como lo eres tú.

Segunda palabra

“En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23,43)

         En lo alto del monte Calvario, como árboles mudos contra el cielo primaveral, destacan tres cruces. La tradición artística, con justa intuición, ha querido siempre que la del centro fuera más alta; y, en ella, sobre el cuerpo del crucificado, llama la atención un letrero que dice: «Este es el rey de los judíos». Jesús Nazareno Rey de los Judíos.

         La Cruz era el patíbulo de los esclavos y de los bandidos. Jesús fue ejecutado como un malhechor, con “otros” malhechores. Jesús fue crucificado: sus manos y sus pies fueron taladrados con grandes clavos y fijados a la cruz. Ya está cosido a la cruz. El dolor que recorre su cuerpo entero es tremendo y asombroso. El dolor se ha metido hasta las entrañas más íntimas de su ser. Los sufrimientos eran atroces.

         El Dios cristiano no es ajeno al sufrimiento del mundo, al sufrimiento de los hombres, no es un espectador impasible que lo contempla desde la lejanía, sino que lo asume y vive con la máxima intensidad, como sufrimiento activo, como don y ofrenda de donde surge la vida nueva del mundo. Dios no ha venido a suprimir el sufrimiento, tampoco ha venido a explicarlo; ha venido a llenarlo con su presencia.

         Jesús está allí, clavado en la cruz entre dos malhechores, uno a su derecha y el otro a su izquierda. Jesús es escarnecido por los jefes y los soldados, abandonado por sus discípulos, mirado desde lejos por la multitud que antes lo había seguido y aclamado por sus enseñanzas y milagros. Estamos ante el más inconcebible escándalo de la impotencia. Un «rey» que no se defiende ni es defendido por nadie. Es el camino que elige Cristo para sí y que propone también a sus discípulos: «El que quiera servirme, que me siga, y dónde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva el Padre lo amará” (Jn 12,26). Y añade: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29).

         Sólo la fe nos hace intuir que, en tal estado de pobreza y humillación, de expoliación y muerte se esconde un gran misterio de gracia. Y, en esta situación, se hace presente la fe del «buen ladrón», el único que reconoció en su compañero de desventura a un verdadero rey, un rey paciente, que sufría injustamente la ingratitud de aquellos -no todos- a quienes no se avergonzaba de llamar hermanos. Y por su fe el ladrón tuvo el valor de llamarlo por su nombre, de reconocerlo como «el salvador» y de dirigirle una humilde plegaria: «Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino», robando así en el último momento el pasaporte para entrar en el más hermoso de todos los reinos y recibir en herencia una riqueza incalculable. En efecto, su oración fue escuchada y recibió la gracia de poder oír de labios de Jesús: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43). 

         El ladrón entra con el Rey en el reino de la gloria. Así ejerce Cristo su real autoridad. En la humildad de su amor llega al supremo sacrificio de dar al hombre la libertad, la salvación y la vida en su reino glorioso.

         Aquel hombre crucificado escucha las palabras más importantes de su vida. Jesús le dice: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Jesús se muestra compasivo, rico en piedad, misericordioso. Jesús se deja ganar por un corazón pobre y humilde. Desde la cruz, Jesús abre el camino al cielo a este hombre pecador arrepentido, que muere en paz pues sabe que Jesús le ha perdonado.

         Este ladrón, arrepentido de las malas acciones de su vida, que tuvo la valentía y la osadía de suplicar por su vida a Jesús, de confiar en Él a pesar de percibir su imagen deteriorada por el maltrato, las heridas y la sangre coagulada en todo el cuerpo, y donde era casi imposible descubrir la imagen del Hijo de Dios lleno de poder, divinidad y realeza, pudo distinguir en medio de esos elementos, al Rey, al Salvador ya resucitado. 

         «Hoy estarás conmigo en el Paraíso». Estas palabras muestran el amor de Jesús por este hombre, por todos los hombres. Es lo que le da y quiere darnos. No ha hecho referencia a su vida pasada, tan solo le ha pedido la aceptación total de su persona, su confianza total en Él como Señor de vivos y muertos, como Señor de la vida.

         Sabemos que quien se fía del Señor nunca será confundido. Que quien espera en el Señor nunca se perderá. Sabemos que quien vive y muere a la sombra de la Cruz de Jesucristo, despertará en el regazo del Padre para toda la eternidad. Dios escucha, acoge y perdona a todo aquel que lo invoca con un corazón humilde y sincero. 

         Sabemos que hay perdón para nuestros pecados, para todos nuestros pecados porque la misericordia de Dios es infinita. Abramos nuestra alma a la gracia salvadora de Dios que todo lo redime y todo lo perdona.

         Qué grande es el poder del arrepentimiento. Si la oración de Cristo es la puerta del corazón de Dios siempre abierta para los hijos arrepentidos, nuestra libertad es la capacidad permanente de rectificar, de reconocer nuestros pecados, de cambiar de vida y abrazarnos al Cristo del amor y del perdón. Qué misterio tan grande el de la libertad humana. Están muriendo tres hombres. Uno perdona, otro recibe el perdón y la gloria, y el tercero muere en la mayor soledad y en la más absoluta desesperanza. Tiene a su lado a Cristo y no se le ocurre mirarle con ojos de arrepentimiento y de fe. 

         Señor Jesús, acuérdate de nosotros ahora que estás en tu Reino, líbranos de nuestros errores, líbranos de nuestros pecados; líbranos de nosotros mismos y llévanos contigo al paraíso de la vida santa, al paraíso de la comunión con Dios, de la vida cristiana, al paraíso de la Iglesia, de la oración y de la caridad.

 

 

 

Tercera palabra 

“Mujer, ahí tienes a tu hijo”. “Ahí tienes a tu madre” (Jn 19-26-27)

 Jesús lleva ya un rato largo clavado en la cruz. Le quedan pocas fuerzas. Se siente débil, abrasado por una sed muy intensa, respira con mucha dificultad. La sangre le va faltando. Le cuesta hablar. En la Cruz de Jesús aparece una vez más el realismo de la encarnación: “El Verbo se hizo carne” (Jn 1,14). Dios no juega con la naturaleza humana. La ha asumido y la respeta: “se hizo semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado, para llegar a ser sumo sacerdote fiel y compasivo” (Heb 2, 17). Realmente la Cruz es un misterio insondable. Dios mío, ¡cómo se desmoronan nuestros planes ante Ti y tu cruz! ¡Cómo nos sorprendes y desconciertas!

         María estaba de pie, junto a la cruz de su amado Hijo Jesús, inocente y santo. Sostenida y ayudada por Juan, el discípulo amado de su Hijo, soporta el dolor de la madre herida por su Hijo que está al borde de la muerte en la cruz. María llora en silencio. María recuerda, grabadas en su corazón, las palabras que un día, ya lejano, le dijera Simeón en el Templo cuando ofrecía al Padre a su propio Hijo: “una espada atravesará tu alma”. María recuerda también aquellas palabras que un día ella misma había dicho al Ángel en la Anunciación: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. En estos momentos se está cumpliendo el designio de Dios sobre su Hijo y sobre ella misma. María lo acepta con fe y amor. Ella es la celebrante misteriosa de un misterio que vive en actitud silenciosa y de adoración.

         En la cima del Gólgota hacia el atardecer destacan solamente tres personas, tres gráciles figuras: Jesús agonizante, María, su madre, y Juan, el discípulo amigo y amado, con una gran capacidad de amar, sin miedo a la muerte, como María. De labios de Jesús escuchan expectantes unas breves palabras: breves pero intensas, esenciales, cargadas de poder creador por estar llenas de amor: «Mujer, ahí tienes o tu hijo. (Hijo), Ahí tienes a tu madre». La entrega de la Madre al discípulo es el supremo testamento de amor que nos deja Jesús.

         Jesús estaba llegando a su fin. Se mantiene en obediencia perfecta al Padre y en servicio sacrificial a favor de la humanidad. Pero, antes de morir, Jesús nos quiere hacer un regalo inesperado. Nos había regalado ya su palabra y su perdón; nos había regalado la Eucaristía; nos estaba entregando su vida. Parecía que ya no le quedaba nada. Pero sí, le quedaba alguien a quien Jesús amaba profundamente: su bendita Madre. Su amor profundo y desmedido lo llevó hasta donarnos a su propia Madre para que fuera nuestra Madre. 

 En las tinieblas del Viernes Santo brilla una luz. En un espeluznante escenario de muerte se opera un admirable acto luminoso y creativo. María representa aquí a la nueva Eva de la que nace una nueva prole: la estirpe de los hijos de Dios.

         “Mujer, ahí tienes a tu hijo. Mientras María está de pie junto a la cruz y consuma en su corazón el inmenso dolor de la Pasión de su Hijo, es investida por el mismo Hijo de una maternidad espiritual que la hace más grande que cualquier otra criatura.

         Mirando al discípulo le dice: “Ahí tienes a tu madre”. ¡Qué empeño y qué responsabilidad! Juan la toma consigo para que reciba sus cuidados como hijo, pero también para cuidar de ella como de una madre a la que se debe amor inmenso, profunda reverencia y devoción. Y en Juan estábamos representados todos nosotros. Desde este momento María es la Madre de la Iglesia; es nuestra Madre, en la medida en que nosotros establecemos con Jesús una relación vital tomando parte en su misterio de redención como miembros de su mismo cuerpo.

         Nuestra vida tiene sus raíces en la cruz de Jesús, en el corazón maternal de María, en la fidelidad de Juan. En esa hora nacimos allí del corazón traspasado de Cristo y nos encomendó al corazón de su Madre. 

         Nosotros la recibimos como Madre de la Iglesia; como Madre a quien amar y honrar, para escucharla, obedecer sus sugerencias y caminar con su guía por la vía de la luz como verdaderos hijos de Dios. Acojamos a María en nosotros, en nuestro corazón, en nuestra vida, como lo hizo Juan. Permítenos Madre estar a tu lado en esa tarde del primer Viernes Santo de la historia; permítenos acompañarte hoy y siempre para aliviar tu dolor, para secar tus lágrimas, para amarte como hijos.

Cuarta palabra

“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,34)

         Después de pronunciar su «testamento espiritual» y entregar su Madre al discípulo amado, Jesús se queda completamente desposeído de toda riqueza, divina y humana. Entonces, el Hijo de Dios, reducido a una pobreza extrema, grita toda su desolación y la angustia del hombre que experimenta la dolorosa falta de toda ayuda vivida como ausencia de Dios mismo, como estado de abandono total: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».

         El grito lacerante de Jesucristo atraviesa nuestras tinieblas; es la hora culminante de la agonía en la que Cristo asume toda la angustia, el miedo, el terror de la muerte que anida en el corazón del hombre. “Con gran clamor y lágrimas -dice la Carta a los Hebreos (5,7)- Jesús oró al que podía librarlo de la muerte”. El llanto de todo el dolor de las generaciones humanas pasa a través del corazón de Cristo, asciende de la tierra, penetra en el cielo y hiere el corazón del Padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». «Dios no puede haberlo abandonado -precisa san Agustín- porque él mismo es Dios». Y sin embargo Cristo experimenta ese abandono, vive esa extrema desolación, cae en ese abismo donde las tinieblas son absolutas. Es un misterio insondable. Dios Padre no interviene ante el grito desgarrador de su Hijo. A pesar de ello no es un Dios ausente. Es un Padre que, por amor, inmola al Hijo de sus complacencias por los «hijos de la ira». En el Hijo de su amor inmola su propio corazón, que, tras darlo todo, se hunde en el silencio. Es una hora oscura. Es la hora más oscura de la historia, pero es también el seno del nuevo día, para que nazca un mundo nuevo y surja una luz nueva. 

 

         Jesús fue abandonado por todos, excepto por María, su madre, por Juan y por unos pocos discípulos. Sus palabras, sus gestos, su doctrina habían desconcertado a muchos. Los jefes del pueblo lo habían rechazado; las gentes sencillas habían pedido su condena. Un discípulo lo traiciona, otro lo niega y casi todos huyen y lo dejan solo ante el suplicio de la Cruz. Se cumple así la profecía: “Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas”. Al final Jesús se queda solo y en soledad. ¿También lo abandona Dios, su Padre? De ningún modo.

         El Padre nunca desamparó ni abandonó a su propio Hijo en la cruz. Jesús nunca dejó de existir en el Padre, ni el Padre en Él. 

         Las palabras de Jesús no eran blasfemas, sino expresión del sufrimiento del justo como experiencia de un aparente abandono de Dios. Las palabras de Jesús manifiestan su angustia profunda, pero reflejan también su oración confiada. El que ora no rechaza a Dios, sino que deja que Dios sea Dios en él. Jesús ora y cumple la voluntad de Dios. Jesús se pone en las manos de Dios, su Padre, y acepta sus designios para Él. 

         Su muerte no era un fracaso. Su muerte tuvo sentido ya que era la entrega amorosa y total de sí mismo por todos los hombres, para el perdón de sus pecados.

         Ni la desesperación, ni la rebelión contra Dios hacen mella en la conciencia de Jesús. Jesús sigue dialogando con Dios su Padre; sigue dirigiéndose a Él; sigue confiándose a Él. Jesús sabe que su Padre le responderá a su tiempo y en su momento. Por eso, Jesucristo no fue derrotado, ni acabó en un fracaso total, ni sucumbió a la desesperación. En medio del dolor, Jesús espera, confía en el Padre. 

         Es verdad que Cristo pasó por la cruz y por la muerte. Pero no terminó todo ahí. Hubo para Jesús una mañana de luz y de vida: mañana de resurrección. A Jesús le esperaba la vida divina que sólo Dios conoce. El Padre acreditó a Jesús.

         Jesús era consciente de que Dios era su Padre y de que Él era su Hijo. Jesús había manifestado que tenía una relación tan especial con Dios que lo llamaba “Abba, Padre”. Jesús tenía conciencia de que Dios era su Padre y de que Él era el Hijo único de Dios. 

         Jesús no sólo lo sabe, sino que lo siente, lo vive y actúa como el Hijo de Dios. Su oración así lo pone de relieve. Su vida lo testifica. Tenía conciencia de ser el Hijo único de Dios y, en este sentido, de ser, Él mismo, Dios. “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.

         Jesús fue obediente a su Padre. Así lo expresó con toda rotundidad al venir a este mundo: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”. Más tarde dirá a sus discípulos que su vida está puesta bajo el signo de la obediencia al Padre: “mi comida es hacer la voluntad de mi Padre”. Y otro día, en el huerto de Getsemaní, suplicó a su Padre que “pasara de Él el cáliz de la pasión”, pero acto seguido afirmó: “pero Padre, que no se haga mi voluntad sino la tuya”. San Pablo años más tarde dirá: “Jesucristo se hizo obediente hasta la muerte y una muerte de cruz”. A la luz de toda la vida y ministerio de Jesús podemos afirmar que Jesús se mantuvo siempre fiel y obediente a su Padre. Por su obediencia justificará a la humanidad.

         También nosotros hemos de pasar algún día por el sufrimiento y la muerte. Hagamos nuestra la experiencia de Jesús. Pongámonos en las manos de Dios y no nos apartemos jamás de él. Confiemos en Dios que no abandona nunca a sus hijos y siempre llega a punto. Así lo expresa confiadamente el salmista: “El Señor es mi Pastor, nada me falta. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque Tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan”.

Quinta palabra

 “Tengo sed” (Jn 19,28)

         Tras el grito de dolor dirigido al Padre y después de haber confiado la Madre al discípulo Juan, Jesús musita una humilde petición de mendigo, de necesitado, una petición que aparece muchas veces en los labios resecos de los moribundos: «Tengo sed», “Dadme de beber”, “agua”. 

         Alguien, entre tantas atrocidades, como un gesto de compasión humana realizado para aliviar los dolores del agonizante, empapó una esponja en vinagre y se la acercó a los labios sedientos del Señor. Pero la sed de Jesús no puede encontrar alivio sólo en esto, porque es una sed sobre todo espiritual, sed que lo acompañó a lo largo de toda su existencia terrena, sed de amor. Ya al comienzo de su misión, Jesús sentándose, cansado, junto al pozo de Sicar, le había pedido a la mujer samaritana: «Dame de beber»; y él mismo había saciado la sed de esta mujer revelándose como Aquel que había venido a salvarnos y que era la fuente del agua de la vida, de la gracia divina.

         Jesús tiene sed de nosotros, de nuestra salvación, de nuestra fe, de nuestro amor?  «Dame de beber». Estas palabras de Jesús no se refieren sólo al pasado, sino que siguen vivas aquí y ahora, se nos dicen a nosotros. Mientras no comprendamos en lo hondo de nuestro ser que Jesús tiene sed de nosotros, no podremos empezar a conocer lo que él quiere ser para nosotros y lo que quiere que nosotros seamos para él.

         Jesús tiene sed, como tierra reseca, de la fe y del amor de la humanidad por la que está entregando su vida hasta el final. Jesús tiene sed de ti y de mí. Jesús ha venido a este mundo para que nadie muera de sed. Él es la fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna. “Si alguno tiene sed y cree en mí, que venga y beba”; pues, como dice San Juan (Jn 7,37), “de su seno manarán ríos de agua viva”. Acerquémonos a esta fuente y bebamos de balde. 

         Jesús quiere que seamos tierra buena y regada para que demos frutos de vida y de santidad, de paz y de amor, de justicia y de libertad. Jesús quiere saciar la sed de tantos seres humanos necesitados de su gracia, de su perdón, de su consuelo, de su amor. A todos nos llama y nos invita a que busquemos las corrientes de agua viva, a que le busquemos a Él, manantial de vida eterna.

         Recordemos las palabras de Jesús a la mujer samaritana: “Si conocieras el don de Dios, me pedirías que te diese de beber de esa fuente que salta hasta la vida eterna”. Esa fuente es el costado de Jesús abierto por la lanza del soldado. De esa fuente mana y brota el agua viva. 

         Quien tenga sed de amor, que venga a esta fuente y beba.

         Quien tenga sed de sabiduría, que venga a esta fuente y beba

         Quien tenga sed de santidad, que venga a esta fuente y beba.

         Quien tenga sed de felicidad, que venga a esta fuente y beba.

         Quien tenga sed de alegría, que venga a esta fuente y beba.

         Corazón de Jesús, fuente del amor, ámame y déjame amarte.

         Jesús es el Buen Pastor que conduce y guía a sus ovejas hacia fuentes de agua viva. Dejémonos guiar por Cristo, por su palabra y su persona, hasta esas fuentes de agua viva.

         La sed de Jesús es una sed divina; pero es también una exigencia de su humanidad que se pone en nuestra situación de desolada pobreza, de extrema debilidad, para compartirla. Descubrimos esta «sed» de Jesús también antes, en el huerto de Getsemaní, cuando, casi como un niño asustado, se dirige a los tres discípulos que lo acompañaban con palabras de conmovedora humanidad: «Me muero de tristeza; quedaos aquí y velad conmigo» (Mc 14,34). Jesús, en esos momentos de tristeza y oscuridad humana, siente sed, siente la necesidad de compañía de amigos, de que no le dejen solo. 

         A la vez, casi al mismo tiempo, en Getsemaní, dirigiéndose al Padre, añade: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» (Mt 26,39). 

         La sed de Jesús es sed de cumplir la voluntad del Padre y deseo de salvarnos. Él nos ama y tiene sed de cada uno de nosotros, porque cada uno de nosotros es más importante para él que todo el mundo. Por eso, si nosotros no correspondemos a su amor, él seguirá teniendo sed y buscándonos. 

         Pero, ¿cómo podemos corresponder a su amor si, a causa del pecado, somos incapaces de amar? Jesús mismo, muriendo abrasado de sed, se convierte en la fuente inagotable del agua viva, ya que de su corazón traspasado brotan sangre y agua. De esta fuente podemos extraer el amor y la superabundancia de la gracia divina.

         La hora de la crucifixión y de la muerte de Cristo es, pues, la hora del triunfo del Amor y de su máxima fecundidad. De la muerte, de la entrega total y llena de amor de Cristo en la cruz, brota la vida.

         En la medida que bebamos de esta fuente, de Cristo, saciaremos nuestra sed, y de nuestro corazón brotará con fuerza una fuente de agua viva ofrecida a todos los que tienen sed de Dios, del Dios que es Amor sin medida.

 

 

 

 

Sexta palabra

“Todo está cumplido” (Jn 19,30)

         Jesús agonizando, a punto de morir, rinde cuentas a Dios Padre. “Todo está cumplido”. Todo lo he cumplido, lo he aceptado con amor y lo he realizado en obediencia a Ti, Padre mío, bueno y misericordioso. Tu amor a los hombres, necesitados de salvación, se ha hecho reconocible en mi entrega hasta la muerte en la cruz.

         Había llegado el momento de la entrega suprema y definitiva de Jesús, su muerte en la cruz. Toda su vida había estado marcada bajo el signo de la obediencia al Padre y de la entrega por la humanidad. Desde el instante de la Encarnación, Jesús recorre el camino que lo lleva hasta el momento de su muerte en la Cruz, máxima expresión de entrega y obediencia a los designios divinos.

         Jesús había recorrido, sin apartarse nunca de él, el camino de nuestra salvación. Este camino había comenzado en las entrañas del Padre y había alcanzado la agonía de Getsemaní y la cima del Calvario. Se había vaciado de sí mismo, se había hecho esclavo pasando por la vida como uno de tantos. Había cargado con el pecado del mundo, más aún había sido hecho pecado por nosotros para que nosotros nos salváramos en Él y por Él. El camino de Jesús había comenzado en lo más alto, en el corazón del Padre, y había llegado a lo más bajo, a la muerte; “…Se hizo obediente hasta la muerte y una muerte de Cruz.” (Fil.2,6-11).

         Sin embargo, el camino de Jesús fue también un camino de gracia y de perdón, de amor y de misericordia para la humanidad. Ungido por el Espíritu, pasó por la vida haciendo el bien y curando a los enfermos. Comió con los pecadores a quienes ofreció y regaló el perdón de Dios para sus pecados. Acogió a los pobres a quienes anunció la buena noticia del Reino de Dios. Se acercó a los oprimidos a quienes liberó de la esclavitud del pecado, de la injusticia y de la iniquidad. 

         Con los brazos extendidos en el madero y las manos clavadas, Jesús siente la impotencia y el aparente fracaso: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Pero los caminos del Señor no son nuestros caminos, ni sus pensamientos nuestros pensamientos. En realidad, ésta es precisamente la hora que tan ardientemente había deseado, la hora de la plenitud,