Manuel de Diego Martín

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25 de agosto de 2007

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Muchas veces el Papa Benedicto habla en sus discursos de cómo el mundo occidental rico vive en un tremendo materialismo hedonista y en un permisivismo a ultranza en el que todo vale. En la raíz de todo ello hay un profundo individualismo, en que cada quien piensa sólo en si mismo, lo importante es que uno sea feliz a costa de lo que sea, y darle al cuerpo todo lo que nos pida, aquí y ahora.

El martes día 28, celebramos la fiesta de S. Agustín. Este fue un joven tan supermoderno que también quería ser feliz a toda costa, aquí y ahora dando al cuerpo todo lo que le pidiese. Siendo un adolescente, tuvo un hijo. Su madre, que era una santa, no le permitió casarse pues veía en su hijo una cabra loca.

Agustín ya convertido, y después de haberse corrido un montón de juergas, se da cuenta del error en que estaba hundidio. La felicidad no se encuentra en el cuerpo ni en darle todo lo que locamente pida. Dar rienda suelta a los instintos corporales es meterse en un abismo sin salida. Dirá en una hermosísima frase que recoge el Catecismo de la Iglesia Católica: “el cuerpo vive del alma, y el alma vive de Dios”. Dicho de otra manera, si al cuerpo lo dejamos sin alma, y el alma queda alejada de Dios, el hombre está perdido. En este sentido va también la famosa frase de todos conocida: “Nos hiciste Señor para Ti, e inquieto está nuestro corazón hasta que no descanse en Ti”.

Nuestro problema es querer buscar la felicidad del cuerpo sin tener en cuenta de que somos también alma. Bien, le damos todo lo que el cuerpo pida, a tope, mientras aguante, y luego nos sentimos profundamente desgraciados porque al alma la hemos dejado marginada, y ella nos está pidiendo a gritos también otras cosas, y nosotros no empeñamos en ignorarla.

Mucha gente cree que la felicidad radica en la facilidad. Esto es fácil, es agradable, lo tienes al alcance de la mano. Pero tienes todo esto, y ves que algo más te está faltando. Pronto te das cuenta de que la felicidad verdadera radica en la fidelidad, que nos llama a ser responsables con nuestro ser. La fidelidad radica en nuestra fe en Dios, que nos ha creado con un alma que tiene sed de bien y de inmortalidad.

Así pues aprendamos a conjugar bien estas tres efes. A modo de conclusión podemos decir que la felicidad no está hecha de facilidades, sino de fidelidades.