+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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29 de noviembre de 2014

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Queridos amigos:

Hemos hablado de la vocación y de la misión. Dios llama siempre para algo. Pero a la hora de realizar la misión no somos llaneros solitarios. La misión se realiza en comunión y está al servicio de la comunión de los hombres con Dios y de los hombres entre sí.  

Cualquiera, aunque no sea creyente, sabe que luchar juntos para colmar la esperanza de todos es camino seguro y cierto para la alegría; por el contrario “es vergonzoso ser dichoso uno solo”, que decía. A. Camus. Y por ahí andaba también D. Antonio Machado: “¡Poned atención: / un corazón solitario/ no es un corazón!”.

La unión de la que os hablo hoy no es la que nosotros conseguimos con nuestros esfuerzos y empeños. Antes está la unión que Dios nos regala al hacernos partícipes de su misma comunión. San Cipriano, un obispo africano, mártir del siglo III, que era hombre de caridad exquisita y de espíritu conciliador, definió a la Iglesia así: “Multitud reunida de la misma unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Y a san Pablo no se le caía de la boca aquello tan admirable: Que somos miembros de un mismo cuerpo -el Cuerpo de Cristo- porque tenemos un mismo Espíritu.

Pero la unidad no se confunde con la uniformidad. La uniformidad es algo externo; la unidad es, ante todo, interior. La riqueza de la unidad es la pluralidad. El Espíritu hace de nuestra pluralidad la unidad en un solo cuerpo.

Celebrar la fe, vivirla y trasmitirla, transformando con su fuerza la vida personal y social abre un abanico inmenso de necesidades y tareas, todas ellas necesarias: tareas en el campo de la Palabra (catequesis, predicación…), en el de la Liturgia y en el de la Caridad.

En la Iglesia, gracias a Dios, no estamos cortados a tijera ni fabricados en serie. La herencia genética, el lugar de nacimiento, la edad, las circunstancias que han rodeado nuestra existencia, las experiencias vividas o la formación recibida. Todo ello nos configura y nos hace diferentes. Hay que tener, por eso, una visión amplia de la misión de la Iglesia para trabajar con amplitud de miras y no caer en descalificaciones precipitadas de otros grupos o personas.

Es bueno tener una visión de conjunto. Pero eso no quiere decir que tengamos que estar en todo. Cada uno concretamos nuestro cometido según los carismas, las capacidades y las posibilidades. Pero hemos de sentir como propia la tarea del resto de los hermanos. Eso es propio del buen evangelizador, de quien trabaja con sentido de comunión. Los organismos de corresponsabilidad diocesana o parroquial, como es el Consejo Pastoral, nos ayudan a sentirnos corresponsables de la misión común desde la propia tarea y, a la vez, a estar disponibles para cualquier colaboración o apoyo a los otros.

El espíritu de comunión eclesial nos ha de empujar a salir del ámbito reducido de la propia asociación o movimiento, de la propia cofradía o de la propia parroquia. Las parroquias -y lo que digo de la parroquia vale con mayor razón para cualquier otra organización eclesial- no son instituciones para competir unas con otras. Son comunidades cristianas en las que, por necesidades geográficas, de densidad de población u otras razones de eficacia se hace presente la comunidad eclesial matriz, que es la Diócesis

La Diócesis, presidida por el obispo, sucesor de los Apóstoles, es la Iglesia de Jesucristo en nuestro territorio. Antes que feligreses de tal o cual parroquia, antes que miembros de tal o cual movimiento, asociación o cofradía, somos parte viva de la misma Iglesia diocesana. Pensar que ser de “esta congregación”, de “esta cofradía” o “de este movimiento” –que es lo adjetivo- es más importante que ser miembro de la Iglesia -que es lo sustantivo-, es una grave patología de las instituciones eclesiales. Los carismas no constituyen iglesias, son dones para el enriquecimiento y la comunión misionera de la Iglesia.

Seguiremos hablando del tema, aplicado a la parroquia.

 

                        Con todo afecto,