+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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17 de enero de 2013

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]ntre el 18 y el 25 de enero celebramos, todos los años, el Octavario por la Unión de los Cristianos.

Ocho días para que en nuestras comunidades cristianas tomemos conciencia del drama que supone la ruptura entre las diversas iglesias y comunidades eclesiales cristianas. Si la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, la desunión tendría que dolernos tanto como ver descoyuntado el cuerpo de Cristo.

Ocho días para acrecentar el amor entre los cristianos de las distintas confesiones, para sentirnos hermanos de todos, partícipes y prolongadores de la misma misión. Sólo los prejuicios nos impiden ver que es infinitamente más lo que nos une que lo que nos separa.

Ocho días para orar intensamente, pidiendo al Padre Dios, con el ardor con que lo hizo Jesús en las horas anteriores a su muerte, el don de la unidad. La grieta de la división fue haciéndose tan profunda a lo largo de los siglos que sólo la acción del Espíritu Santo podrá lograr que superemos prejuicios y desconfianzas por una y otra parte.

La unidad es condición para la credibilidad del mensaje cristiano. Unidos, podremos dar a este mundo el gran signo de Pentecostés en un momento en que se presenta tan problemática la convivencia entre personas de distintas razas, lenguas y culturas. Unidos, podremos ofrecer más eficazmente a la humanidad del tercer milenio los valores espirituales y transcendentes que necesita para lograr una sociedad digna del hombre.

El pasado 11 de octubre tuvo lugar la apertura del Año de la fe, que ha de tener una clara vertiente ecuménica. Es, como nos dicen los obispos de la Comisión Episcopal de Relaciones Inter-confesionales, una buena ocasión para retomar los documentos del concilio Vaticano II, especialmente los que han sido tan importantes para el ecumenismo y el diálogo interreligioso, que “no pierden su valor ni esplendor”.

 Que ninguna parroquia se quede sin celebrar el Octavario, enriqueciéndolo, si es posible, con algún encuentro ecuménico de oración. Hagamos ecumenismo con la oración y con la vida.