+ Mons. D. Ángel Fernández Collado
|
31 de octubre de 2020
|
67
Visitas: 67
[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]J[/fusion_dropcap]esús a través de unas palabras suyas en el Evangelio nos presenta una exigencia ineludible para todo cristiano: «Sed santos como vuestro Padre celestial es santo»(Mt 5, 48). San Juan en su Evangelio nos enseña que Dios es amor y que nosotros tenemos que parecernos a él amando a nuestro prójimo. La Iglesia ha insistido siempre en sus enseñanzas a todos sus hijos en la necesidad de ser santos. Esta llamada a la santidad es para todos: clérigos, consagrados, y laicos, para los bautizados. Para todos, unos y otros, es un camino, una tarea y una exigencia al ser cristianos.
Toda la Sagrada Escritura es una llamada a la santidad, a la plenitud de la caridad. Jesús nos señala explícitamente en el Evangelio la necesidad de ser santos, maduros en la fe, en la esperanza y en el amor. Y Jesús no se dirige solo a los Apóstoles, o a unos pocos, sino que la exigencia es para todos. El Señor llama a imitarle y a seguirle sin distinción de estado, raza o condición. Como hijos de Dios debemos parecernos a nuestro Padre Dios, que es amor.
A todos nos dice Jesucristo: “Sed santos…”y, para que lo consigamos, nos da las gracias divinas y ayudas que podamos necesitar. La llamada a la santidad, a ser santos, no es un simple consejo de Jesucristo, sino un mandato exigente para todos los bautizados, para los que somos miembros de su Iglesia. Así lo recuerda el Concilio Vaticano II en su Constitución Lumen Gentium, nº 39: “En la Iglesia, todos, lo mismo quienes pertenecen a la jerarquía como quienes son apacentados por ella, están llamados a la santidad, según lo escrito por el Apóstol Pablo:«Porque esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación»(1Tes, 4, 3)”. Y sigue diciendo el texto conciliar: “Todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (Conc Vaticano II, Lumen Gentium, 40).
Manteniendo este principio fundamental de la llamada a todos a ser santos, Dios y el hombre tienen que realizar su tarea, cada uno la suya. A Dios nadie le gana en generosidad. El Señor nos da su gracia divina y la poderosa ayuda del Espíritu Santo, y el hombre aporta una vida ejemplar y su buen hacer desde el amor. La gracia divina no anula la colaboración de la persona, sino que la ilumina, la enciende y la impulsa a una colaboración generosa e incansable.
Tener deseos de santidad, querer ser santo, es el paso necesario para tomar la decisión de emprender un camino con el firme propósito de recorrerlo hasta el final, hasta alcanzar la santidad, hasta parecerse a Dios, que es perdón, misericordia y amor. Los santos, siendo conscientes de sus defectos y pecados, fueron hombres y mujeres que tuvieron un gran deseo de llenarse de Dios y de vivir junto a él. Y alcanzaron la meta de la santidad.
El amor de Dios, su santidad, está al alcance de todos, porque la santidad es cuestión de amor, de empeño por llegar, con la ayuda de la gracia divina, hasta identificarse con Jesucristo y parecerse a Dios nuestro Padre, que es amor, perfección absoluta.
Jesucristo quiere que seamos santos, que nos parezcamos a Dios, nuestro Padre, como él. Tenemos la ayuda y la fuerza regeneradora del Espíritu Santo. Santos son, no los hombres o las mujeres que no han pecado nunca, sino “los que se han levantado siempre”.
Dios nos llama a ser santos en toda circunstancia: en la enfermedad y en la salud, en los aparentes triunfos humanos y en los fracasos inesperados. El Señor nos quiere santos en todos los momentos. No esperemos a que llegue un tiempo más oportuno; este es el momento propicio para amar a Dios con todo nuestro corazón, con todo nuestro ser y para amar igualmente a nuestro prójimo. Hagamos realidad en nuestra vida la exigencia y llamada de Jesús: «Sed santos como vuestro Padre celestial es santo».