Pablo Bermejo
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20 de enero de 2007
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Cuando era pequeño y me iba de excursión, mi padre me solía despedir con la broma: ‘espero que te lo pases tan bien como paz dejas’. Hoy en día si oigo eso a algún padre joven no sabría hasta qué punto tomármelo en broma. Cuando llegan vacaciones no me puedo librar de escuchar esa frase que dice ‘madre mía, ahora voy a tener a mis hijos dos semanas enteras en casa’. O si llega el verano es fácil ver cómo les entra angustia a algunos padres porque han perdido la oportunidad de enviar a sus hijos a un camping durante el mes de agosto.
De pequeño recuerdo varias enseñazas básicas pero que se me quedaron grabadas: cepillarse los dientes antes de dormir, ayudar a poner la mesa y lavarse las manos antes de comer. Lo primero que mi hermana le enseñó a mi sobrino cuando tenía 4 años fue cómo enchufar la consola para que se quedara calladito 2 horas frente al televisor. Y el primer camino al salir de colegio, cómo ir a casa de los abuelos.
Esta claro que para un padre lo más importante es su hijo, pero lo que no me queda a mí claro es por qué algunos deciden tenerlos. Y el caso es que nadie joven puede sentirse presionado ya que la sociedad, en constante evolución, retrasa esta decisión cada vez más.
Cuando voy a casa de mi hermana y me siento a hablar con mi sobrino de 7 años, resulta que maneja el teletexto mejor que yo, me enseña qué programas usar en el ordenador y se conoce todos los videojuegos de guerra de la PlayStation 2. Eso sí, cuando le ordenan que ponga la mesa pega una especie de grito-protesta y se va a su cuarto hasta que la comida está servida. Luego mi hermana y mi cuñado no se lo explican, y además se quejan porque ese día ningún abuelo puede cuidar del nieto. Desde luego la situación no es fácil y tendría que verme en ella. Pero bueno, como no es el caso, este fin de semana voy a ir a casa de mi sobrino a pasar la tarde jugando la consola. Alguna ventaja tenía que tener ser tío único, ¿no?