Manuel de Diego Martín

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12 de junio de 2010

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El viernes pasado en Roma en una solemne Eucaristía se clausuró el año santo sacerdotal. En la concelebración se encontraban cientos de obispos y miles de sacerdotes venidos de todo el mundo. Entre ellos un grupo de sacerdotes de Albacete asistimos a la clausura con nuestro Obispo D. Ciriaco.

Decía Cervantes que la batalla de Lepanto fue la “más alta ocasión que vieron los siglos”. Si aquí no podemos dejarnos llevar por tanto entusiasmo, sí puedo decir que para mí vivir esta experiencia fue algo que no tiene fácil parangón. Allí estaba la Iglesia Católica, la Iglesia Universal. Allí había sacerdotes de todos los colores, de todas las lenguas, de todas las etnias, de todas las latitudes. Todos unidos en el mismo misterio, ser sacerdotes de Jesús, junto al Vicario de Cristo, el Papa Benedicto. Allí estábamos todos por el hecho de ser sacerdotes, por participar en el sacerdocio del único y eterno Sacerdote, Jesucristo.

Celebrábamos la fiesta del Corazón de Jesús. Hace un año, en la misma fiesta iniciábamos el Año santo, para recordar los 150 años de la muerte de S. Juan María Vianney, que tuvo la corazonada de decir que los sacerdotes son un regalo para el mundo fruto del amor del Corazón de Jesús. El Cura de Ars fue un sencillo párroco de pueblo, que encarnó y vivió su sacerdocio con un amor y una pasión indescriptibles. Por eso el Papa ha hecho de su recuerdo un motivo para reavivar en nosotros durante todo este año las más auténticas actitudes sacerdotales.

El Santo Cura fue la expresión más viva del amor a la Eucaristía, del amor a la Virgen María; el nos dio un ejemplo admirable de amor y preocupación por los pobres. Sobre su alma pesaba el dolor por todos aquellos que erraban los caminos y se ponían en peligro de perder para siempre a Dios. Pasaba horas y horas en el confesionario para ayudar a las gentes a encontrar la paz y la esperanza. Horas y horas pasaba también clavado de rodillas ante el Sagrario para foguear su alma hasta estallar de amor de Dios.

Después de todo este año, después de este gozoso acontecimiento de clausura, no nos queda más que ir asimilando todo lo que el Santo Padre nos ha ido diciendo para ayudarnos a vivir conforme a nuestro ser e identidad sacerdotal. De todo lo que nos ha dicho podríamos hacer todo un tratado de teología y de espiritualidad sacerdotal. Yo me quedo con la faceta de que el sacerdote debe ser ante todo un hombre de oración. Que imitemos en esto al santo Cura. Si seguimos este camino, lo demás vendrá por añadidura. Que sepamos rezar con la unción con que el Santo lo hacía y que el Santo Padre nos lo recordaba en la oración del año santo. Recojo algunas de las palabras: “Te amo, oh mi Dios. Mi único deseo es amarte hasta el último suspiro de mi vida. Te amo, oh infinitamente amoroso Dios y prefiero morir amándote que vivir un instante sin Ti”.

Que los frutos de este año permanezcan para que vivamos en constante fidelidad “Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote” era el eslogan del año. En la fidelidad está el fruto. Es una constante en la historia. Momentos en que ha habido sacerdotes santos, las comunidades cristianas se han renovado, han crecido. Momentos en que los sacerdotes han vivido lánguidamente, las comunidades se debilitan. Ahora nos toca recoger los frutos del año jubilar para que nuestra Iglesia se llene de esperanza.