+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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29 de mayo de 2010
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La vida está llena de misterios. ¿Dónde no los hay? Si nos topamos con el misterio cuando nos acercamos a las cosas creadas, cuánto más cuando pretendemos acceder a la infinitud de Dios. Quienes, como los místicos, más se han acercado a la luz incandescente de Dios, mayor asombro y encogimiento han experimentado ante el abismo del misterio divino. Así lo experimentó Juan de la Cruz «Cuanto más alto se sube / tanto menos se entendía, / que es la tenebrosa nube/ que a la noche esclarecía; / por eso, quien la sabía, / queda siempre no sabiendo, / toda ciencia transcendiendo.»
Partiendo de la afirmación de que no hay conciencia sin autoconciencia concluía Hegel que el verdadero espíritu es siempre trinitario. Tras una alta pirueta intelectual, concluía el filósofo que no hay dogma más racional que el de la Trinidad. El razonamiento puede resultar sugerente, pero deja el corazón frío.
Seguramente es más verdad que porque Dios es amor no es incomunicación ni soledad, es don, relación. Así lo cantó también San Juan de la Cruz: «Tres personas y un amado/ entre todos tres había/ y un amor en todas ellas/ y un amante las hacía; / y el amante es el amado/ en que cada cual vivía; / que el ser que los tres poseen/ cada cual le poseía/… porque un solo amor tres tienen/ que su esencia se decía; / que el amor cuanto más uno/ tanto más amor hacía.»
El Dios que es amor ha tomado rostro visible en Jesús. El Apóstol Juan, el único de «los doce» que asistió a la tragedia del Gólgota y contempló hasta dónde llega la locura del amor de Dios, meditó largamente sobre el mismo: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único. Porque Dios no envió su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él.»
Porque Dios es amor se ha hecho cercanía redentora en su Hijo; se nos ha comunicado como gracia y vida nueva en el Espíritu. El Dios Trino y Uno nos levanta, nos abraza, nos hace hijos en el Hijo, nos introduce en su misma comunión de vida. La historia de la salvación es la historia del misterio trinitario desplegándose. Por eso, una de nuestras oraciones más bellas es aquélla que reza: ¡Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo! La Trinidad no es un dogma para ser creído, sino para ser vivido. Hemos sido asociados la familia divina.
“En el comienzo está la relación: categoría del ser…”, son las palabras con que el gran pensador M. Buber introduce uno de sus libros. Es hermoso pensar que precisamente porque Dios es Trinidad, nosotros no somos un número, sino una persona, un rostro; que Dios no nos distingue y nos conoce por el código fiscal, sino en nuestra identidad irrepetible, exclusiva, única.
Y en esta fiesta de la Santísima Trinidad celebramos en la Iglesia el Día Pro Orantibus, la Jornada dedicada a quines en los monasterios hacen de su existencia contemplación y alabanza al Dios Uno y Trino. Un día para orar por ellos y ellas, para expresarles nuestro reconocimiento, estima y gratitud por lo que representan y por el rico patrimonio espiritual con que enriquecen a nuestra Iglesia.
El silencio y la soledad del claustro están henchidos de una presencia sin igual. Haciéndose eco permanente de la Palabra escuchada en el silencio e icono vivo de la presencia contemplada en la soledad, los contemplativos glorifican a la Trinidad a la vez que su vida se torna bendición para sus hermanos los hombres.
Hay instituciones eclesiales que han surgido para sanar los cuerpos; otras, para sanar la inteligencia mediante la enseñanza, o para promover la justicia y la solidaridad. Lo específico de la vida contemplativa es la alabanza filial y la intercesión ante el Padre prolongando así el latido esponsal del corazón de la Iglesia esposa. Tal tarea no es exclusiva de los contemplativos, sino de todos, pero ellos y ellas lo asumen como quehacer propio, garantizando así su cumplimiento.
Cuando el hombre es consciente de que la Vida le es dada, su existencia no puede por menos que devolverse en gratitud y reconocimiento amoroso a Dios. Ese es otro de los servicios admirable que, en nombre de todos los que nos afanamos en la actividad, también de los afónicos y olvidadizos, prestan nuestros monasterios de vida contemplativa. Así, con su vida de alabanza, de adoración, de súplica o de intercesión transforman al mundo silenciosamente. Haciéndose ofrenda a Dios Padre, unidas a la infinita acción de gracias del Hijo, en el amor del Espíritu Santo, sirven al Reino de Dios y colaboran en la obra de la Redención.
Nuestros monasterios, donde las hermanas se ganan el pan de cada día trabajando con sus manos, como los pobres, no son piezas de museo para dar lustre a nuestras viejas ciudades. El tañido de su campana al amanecer o cuando el día declina nos recuerdan que ahí existe un laboratorio de oxígeno espiritual para que podamos respirar mejor quienes nos movemos en un mundo tan enrarecido.
Valoremos y agradezcamos el don de la vida contemplativa. Pidamos al Señor que surjan vocaciones que prolonguen, de día y de noche, la oración de Jesús en el monte (VC.32). Respondamos a su solicitud por nosotros con nuestra ayuda, nuestro amor y nuestra oración agradecida.