+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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14 de junio de 2014
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]J[/fusion_dropcap]esús, que nos enseñó a decir “Padre nuestro”, nos enseñó también a decir “que estás en el cielo”, para dejar clara la paradoja de que Dios, que es amor y cercanía, está sobre nosotros y nos transciende infinitamente. ¡Vecindad y distancia! Y no es el hombre el que supera esta distancia y se hace vecino de Dios, sino que es Dios el que se hace vecino del hombre. Así y todo, el misterio de Dios siempre permanecerá inaccesible; el hombre es demasiado pequeño para comprender su grandeza. Seríamos unos pobres ilusos si pensáramos que lo hemos conseguido. Nuestro lenguaje sobre Dios es siempre pobre e imperfecto.
El misterio de la Trinidad es, sin duda, el dato más específico de la concepción cristiana de Dios y el más original. Y es, consecuentemente, el aspecto más característico de la experiencia cristiana de Dios. Sin embargo, da la impresión de que, en la educación cristiana común, la Trinidad quedara reducida a una fría verdad, incomprensible y lejana, que hay que creer.
Si es verdad, como se decía más arriba, que el encuentro con el misterio de Dios nos hace tomar conciencia de nuestros límites, no es menos cierto que gracias a la revelación del misterio trinitario sabemos no sólo que Dios nos ama, sino que es amor en sí mismo, que su esencia es el amor, que es comunidad de amor.
La doctrina de la Trinidad no es un politeísmo camuflado; es afirmar que el Dios único no es un Dios solitario, sino que es en sí mismo vida y amor. Es lo que intentó cantar Juan de la Cruz: «Tres personas y un amado/ entre todos tres había/ y un amor en todas ellas/ y un amante las hacía; / y el amante es el amado/ en que cada cual vivía; / que el ser que los tres poseen/ cada cual le poseía/… porque un solo amor tres tienen/ que su esencia se decía;/ que el amor cuanto más uno/ tanto más amor hacía».
Y Dios, que es amor, se ha hecho hombre para hacer que el hombre participe de su vida divina, entre en su misma comunión de amor. Lo recordamos cada día en el saludo inicial de la Eucaristía: “La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros”. Son las palabras con que se despedía san Pablo de la comunidad de Corinto.
Lo que vengo diciendo significa para el hombre una luz y, a la vez, un empeño. Ningún hombre pude suprimir la nostalgia de la comunidad; la necesita para vivir y para crecer más que el aire que respira. A la luz de la Palabra de Jesús, esta constatación que todo hombre experimenta adquiere una profundidad insospechable: Estamos hechos a imagen de Dios y, por tanto, para el encuentro, para el diálogo, para el amor. La vocación comunitaria, empezando por la comunidad básica del hombre y la mujer, es la huella más significativa de la Trinidad en el hombre: “A imagen suya los creó: hombre y mujer los creó…”.
Luz y empeño. Porque encuentro y comunión han de ser un empeño ineludible para el hombre. Si el hombre quiere ser en el mundo signo de Dios, ha de ser constructor de encuentro, de diálogo y de comunión. La gloria de la Trinidad es la comunión entre los hombres.
Cada vez me gusta más la doxología con que concluye la plegaria eucarística: “Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre Todopoderoso, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria”. En unas pocas palabras verdaderas se proclama y celebra que toda la historia del salvación, la de todos y la de cada uno, es la repetición de un ciclo de amor incesante que, saliendo del Padre, al Padre vuelve, por medio del Hijo en el Espíritu Santo. La Trinidad no es el dogma frío dado para ser creído, sino el misterio cálido para ser vivido. Es tan grande este misterio que frente a él el silencio nos dice más que el discurso, la adoración más que las palabras.
Quizá por lo del silencio y la adoración celebra la Iglesia en esta fiesta el día “pro orantibus”, por los miembros de la vida contemplativa.
Los contemplativos, ellos y ellas, fueron llamados por Dios a hacer una comunidad no basada en lazos de la carne o de la sangre, sino en el amor, para que teniéndolo todo en común fueran en la tierra anticipo y profecía de la familia hacia la que nos encaminamos, la familia divina de la que ya formamos parte, aunque sea en la oscuridad de la fe.
Nuestra diócesis tiene la suerte de contar con seis monasterios femeninos de vida contemplativa. No realizan una labor de eficacia visible, pero, permaneciendo en el manantial de la comunión trinitaria, viven en la fuente de su ser y de su vitalidad apostólica.
Lo específico de la vida contemplativa es la alabanza filial y la intercesión ante el Padre, prolongando así el latido esponsal del corazón de la Iglesia. Tal tarea no es exclusiva de los contemplativos, sino de todos, pero ellos y ellas lo asumen como quehacer propio, garantizando así su cumplimiento. Ellos y ellas son los ojos siempre abiertos de nuestra Iglesia, el corazón que nunca deja de latir, vivificando al cuerpo eclesial. Con su vida pobre, virginal y escondida, son laboratorios de oxígeno espiritual; nos enseñan a relativizar muchas cosas. La “soledad sonora” de nuestros monasterios es un artículo de primera necesidad para no perder las claves de la existencia y los ejes de la vida.
Valorad y agradeced el servicio de estas hermanas. Ayudadlas y orad por ellas, para que no les falten vocaciones. En sus casas no vais a encontrar confort ni riquezas, pero sí el regalo de una sonrisa amiga, limpia y transparente, amor gratuito, susurros de Dios, bocanadas de aire fresco en medio de la sequía espiritual que nos aqueja. A lo mejor es verdad que los contemplativos ofrecen más pistas de futuro al mundo que todos los tecnócratas juntos.