+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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30 de mayo de 2015

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La realidad está llena de misterios. Si incluso cuando ahondamos en lo más inmediato y tangible, como es la materia, nos topamos con el misterio, cuánto más cuando pretendemos acceder a la infinitud de Dios. Quienes, como los místicos, más se han acercado a la luz incandescente de Dios, mayor asombro y encogimiento han experimentado ante el abismo del misterio divino: “Y quédeme no sabiendo/ toda ciencia transcendiendo” dice Juan de la Cruz, después de entrar en la “tenebrosa nube / que la noche esclarecía”.

La Trinidad no es un politeísmo camuflado, ni un rompecabezas intelectual; es algo mucho más simple, quizá es otra forma de decir que Dios es amor en sí mismo, porque el amor es trinitario, no se da sin los otros dos referentes: el amante y el amado. Juan de la Cruz intenta de nuevo balbucirlo: “que el ser que los tres poseen/ cada cual le poseía/… porque un solo amor tres tienen/ que su esencia se decía; / que el amor cuanto más uno/ tanto más amor hacía…»

Lo que Dios es en sí mismo es lo que queda patente cuando se revela. El misterio de Dios está ligado al amor que se comunica: No en una manifestación genérica, sino en un acontecimiento histórico, preciso, la misión salvadora del Hijo. Sobre esto tiene que ver el diálogo nocturno entre Jesús y Nicodemo, símbolo del hombre que busca con corazón sincero. Incluso en esta revelación el amor divino no es presentado como un esquema teológico útil para una reflexión sobre el misterio de Dios, sino como el inicio de un diálogo vital entre Dios y el hombre.  

Dios, que es amor, se ha hecho hombre para hacer que el hombre participe de su vida divina, entre en su misma comunión de amor: “Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que envió al mundo a su Unigénito para que vivamos por medio de Él” (1 Jn. 4,9).

Sólo en la aceptación del amor de Dios encuentra el hombre aquella alegría y sentimientos que Pablo augura en la conclusión – despedida de su segunda carta a los Corintios: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con todos vosotros” (2Co.13, 13). Este saludo trinitario, que es el mismo con que somos acogidos en toda celebración eucarística, atribuye a cada una de las personas de la Trinidad los bienes de la salvación: la gracia, el amor y la comunión de vida. Es una invitación a poner continuamente bajo el signo del amor de Dios toda nuestra existencia cristiana, que se inició y que concluirá “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.

El que Dios en sí mismo no es soledad e incomunicación, sino amor, don, relación, es para el hombre, hecho a su imagen y semejanza, luz y empeño: Estamos hechos para el encuentro, la relación, el don, el amor, la comunión. Ello constituye nuestra denominación de origen. Nada ni nadie podrá suprimir la nostalgia de esta identidad que llevamos en las entrañas; y no habrá realización plena sin el intento al menos de lograrlo. Es el camino – camino, verdad y vida – que esclarecen la encarnación del Hijo de Dios y el don del Espíritu Santo. Estamos llamados a la comunión en el amor, empezando por la comunidad básica del hombre y la mujer, que es la huella más significativa de la Trinidad, el icono más bello del Dios uno y trino. “A imagen suya los creó: hombre y mujer los creó”.

“Por Cristo, con El y en El, a ti, Dios Padre Todopoderoso, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria”. En estas pocas palabras verdaderas con que concluye la plegaria eucarística se proclama y celebra que toda la historia de la salvación, la de todos y la de cada uno, es la repetición de un ciclo de amor incesante que, saliendo del Padre, al Padre vuelve por medio del Hijo en el Espíritu Santo. No estamos, pues, ante un dogma frío, dado para ser creído, sino ante el misterio cálido para ser vivido. Por eso, frente a él, el silencio nos dice más que el discurso, la adoración más que las palabras.