+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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10 de junio de 2017
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]o leí en un escrito de un hermano obispo hablando de la Trinidad, y me resulto sugerente: Es una escena de la película Decálogo 1, del director polaco Krzystof Kielowski: Sucede en Varsovia por los años 80.Un niño de ocho años, de nombre Pavel, muy inteligente, jugaba a hacer cálculos con el ordenador de su papá. Con él, en la misma habitación, estaba su tía. La madre del niño había muerto, y su padre, un ingeniero ateo, no le había hablado nunca de Dios. En un momento dado, el niño interrumpe su juego, se gira hacia su tía y le pregunta: – «¿Cómo es Dios?”. Su tía lo mira en silencio, se le acerca, lo abraza, le besa los cabellos y, apretándole junto a su pecho, le susurra a sus oídos: «¿Cómo te sientes ahora?» Pavel, que no quiere separarse de aquel abrazo, la mira y le responde: «Bien, me siento muy bien». «Mira, Pavel, Dios es así», le dice su tía. El director de la película recurría a esta bellísima parábola para intentar decir algo de Dios.
“Dios es amor” fue la definición que el discípulo Juan nos dio de Dios. Podía haber dicho que Dios es como un abrazo. La doctrina de la Trinidad no es un politeísmo camuflado; es afirmar que el Dios único no es un Dios solitario, sino que es en sí mismo relación, vida y amor.
Decimos que Dios nos ama, y es verdad; pero, desde la revelación de la Trinidad de Dios podemos decir más: que Dios “es” en sí mismo amor, don dado y recibido. Amar implica siempre una dimensión ternaria: el amor, el amante y el amado. Es lo que intentó balbucir Juan de la Cruz en unos versos admirables: “Tres personas y un amado/ entre todos tres había/ y un amor en todas ellas/ y un amante las hacía; / y el amante es el amado/ en que cada cual vivía;/ que el ser que los tres poseen/ cada cual le poseía/… porque un solo amor tres tienen/ que su esencia se decía;/ que el amor cuanto más uno/ tanto más amor hacía”.
Y Dios, que es amor, se hizo hombre para hacernos hijos en el Hijo, partícipes de su misma comunión de amor. Desde nuestro bautismo somos abrazados en el abrazo mismo del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Lo recordamos cada día en el saludo inicial de la Eucaristía: “La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros”. Son las palabras con que se despedía san Pablo de la comunidad de Corinto.
Lo que vengo diciendo significa para el hombre una luz y, a la vez, un empeño. Hemos sido creados “a imagen y semejanza de Dios” uno y trino. Constitutivamente estamos hechos para el encuentro, el diálogo, el don, la reciprocidad, el abrazo. No estamos hechos para la soledad y la incomunicación, ni para encerrarnos en el propio egoísmo. La vocación comunitaria, empezando por la comunidad básica del hombre y la mujer, es la huella más significativa de la Trinidad en el hombre: “A imagen suya los creó: hombre y mujer los creó”, llamados a ser, en su diferencia personal, “una sola carne”.
La gran afirmación bíblica del hombre hecho “a imagen y semejanza de Dios”, que ha marcado tan profundamente la visión antropológica occidental y de la dignidad humana, implica que precisamente lo humano que hay en nosotros, y que estamos llamados a cultivar y a educar, es el lugar de nuestra imagen y semejanza con Dios. El antiguo adagio patrístico, «Dios se ha hecho hombre para que el hombre llegue a hacerse Dios», puede por tanto ser reformulado paradójicamente, sin desnaturalizarlo, en estos términos: «Dios se ha hecho hombre para que el hombre llegue a ser plenamente hombre», Todo hombre lleva la impronta trinitaria, la lleva la Iglesia, definida por san Cipriano como “pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Estamos hechos para la comunión y para el don. La Trinidad no es el dogma frío, dado para ser creído, sino el misterio cálido para ser vivido. Es tan grande este misterio que, frente a él, el silencio nos dice más que el discurso, la adoración más que las palabras
Quizá por lo del silencio y la adoración celebra la Iglesia en esta fiestala Jornada “pro orantibus”, por los hermanos y hermanas de la vida contemplativa. Lo celebramos con un lema significativo: “Contemplar el mundo con la mirada de Dios”.
“El mirar de Dios es amar” decía el místico carmelita san Juan de la Cruz. Dios siempre mira al mundo y a cada ser humano desde el amor eterno que hay en las Tres Personas Divinas.
Los contemplativos, ellos y ellas, fueron llamados por Dios a hacer una comunidad no basada en los lazos de la carne o de la sangre, sino en el amor, para que teniéndolo todo en común fueran en la tierra anticipo y profecía de la familia hacia la que nos encaminamos. Específico de la vida contemplativa es la alabanza filial y la intercesión ante el Padre, prolongando así el latido esponsal del corazón de la Iglesia. Tal tarea no es exclusiva de los contemplativos, sino de todos, pero ellos y ellas lo asumen como quehacer propio. Como he dicho otras veces, ellos y ellas son los ojos siempre abiertos de nuestra Iglesia, el corazón que nunca deja de latir, vivificando al cuerpo eclesial. Con su vida pobre, virginal y escondida, son “laboratorios de oxígeno espiritual”; nos enseñan a relativizar muchas cosas. La “soledad sonora” de nuestros monasterios es un artículo de primera necesidad para no perder las claves de la existencia y los ejes de la vida.
Valoremos y agradezcamos el servicio de los siete monasterios de monjas contemplativas de la Diócesis. Oremos para que no les falten vocaciones. En sus casas no vais a encontrar confort ni riquezas, pero sí el regalo de una sonrisa amiga, limpia y transparente, amor gratuito, susurros de Dios, bocanadas de aire fresco en medio de la sequía espiritual que nos aqueja. Estoy convencido de que los contemplativos, como los poetas y los santos, ofrecen más pistas de futuro al mundo que todos los tecnócratas juntos.