Antonio Abellán Navarro

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3 de marzo de 2007

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Manda el Código de Derecho canónico que se siga observando la antigua tradición de colocar bajo el altar fijo reliquias de mártires o de otros santos.

Es llamativo que en el lugar donde se celebra el memorial del Sacrificio de Cristo, quiera la Iglesia que se guarden reliquias, un trocito del cuerpo de aquellos que mejor se han unido a la muerte sacrificial de Cristo, y de este modo, a su Victoria sobre la muerte.

La Eucaristía es para nosotros prenda de salvación, un adelanto de la Gloria, una íntima comunión con Cristo. Esto los santos lo viven en plenitud, por eso sus reliquias nos recuerdan que nuestra vida está destinada a la plena unión con Jesucristo, nuestro Dios y Señor.

También nos recuerdan que no debemos adorar a nada de la tierra, ni postrarnos ante ningún ídolo, ni fabricarnos ningún dios. Pues solo a Dios debemos dar culto. Y esto se realiza de modo perfecto en la celebración de la Eucaristía. No ha sido extraño en la historia de la Iglesia que muchos cristianos encontraran la muerte por negarse a adorar a nada ni a nadie que no fuera Dios. Así les ocurrió a nuestros mártires de hoy.

San Vicente y San Leto, vivieron en el siglo III y eran naturales de Toledo. Eran mellizos e hijos de padres cristianos. A causa de la persecución que sufrían los cristianos en todo el imperio Romano, tuvieron que salir de Toledo y vinieron a establecerse en la colonia romana de Libisosa, hoy Lezuza. En este pueblo sufrieron martirio en el año 253, cuando se negaron a ofrecer sacrificios a los dioses paganos. Muy pronto se difundió en el pueblo una gran devoción a los dos mártires. Fueron los titulares del templo construido en el año 340 y declarados patronos del pueblo de Lezuza.