+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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28 de junio de 2014
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]lama la atención que esta fiesta, netamente eclesial, fuera adoptada en la liturgia romana antes incluso que la misma fiesta de Navidad, pero así es. Los textos que se proclaman en la liturgia giran en torno a estas dos columnas de la Iglesia. A Pedro se refieren la primera y la tercera lectura. Pablo nos ofrece un precioso retrato biográfico en su carta a Timoteo. De estos textos emergen las líneas fundamentales que marcan el diseño del verdadero apóstol de Cristo y de su Iglesia.
El discípulo es, ante todo, alguien que ha sido llamado por Cristo: “El Señor me llamó y me dio fuerzas”, escribe Pablo considerando retrospectivamente su aventura apostólica. También aparece la primacía de la llamada de Cristo a Pedro: “Yo te lo digo: Tu eres Pedro”. El nombre, en el mundo semítico es como la definición de la persona misma. El nombre “Pedro” (piedra) expresa el rol que Pedro realizará en el proyecto mesiánico de Jesús: Él será la base sobre la que se erguirá bien compacta la comunidad mesiánica. La llamada no es fruto de una herencia biológica o de otros motivos (“de la carne o de la sangre”) sino elección gratuita de Dios Padre. La llamada y la elección son, pues, pura gracia. Es gracia participar en la misma misión del Cristo, que es la verdadera “roca”, el “basamento”, “piedra angular”.
El discípulo, al igual que el Maestro, tendrá que experimentar la oscura travesía del rechazo y de la persecución. En el libro de los Hechos de los Apóstoles vemos a Pedro arrojado en prisión, entre cadenas, vigilado por cuatro piquetes de soldados, mientras otro discípulo, Santiago, es pasado a espada. La vida de Pablo ha sido casi toda ella una batalla permanente, una navegación tempestuosa hasta que su sangre fuera derramada como ofrenda sacrificial.
Sin embargo, Pedro recibe la promesa de que “las puertas del infierno no prevalecerán”. Es una metáfora para indicar que no prevalecerá el reino de la muerte o las fuerzas del mal que desafían al esplendor de la creación y a la acción de Dios y de su Cristo. A Pedro, encarcelado por Herodes y bien vigilado, “se le cayeron las cadenas de las manos”.
“Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él”. Viendo cómo la narración gira alrededor de la figura de Pedro se adivina su relevancia ante la comunidad: Es una Iglesia pequeña y pobre, pero vigorosa y orante; una Iglesia que tiene su fundamento en Pedro-roca, signo visible de la roca que es Cristo; una Iglesia en la historia, envuelta en la tempestad de la persecución y del odio de las fuerzas del mal y de los poderes de este mundo; una Iglesia con la facultad del perdón y del juicio (“atar y desatar”); una Iglesia profundamente humana con Pedro a la cabeza, el que fue traidor y apóstol, hecho también de carne y sangre, pero una Iglesia a la que se le han confiado las llaves, es decir, la misión de introducir a los hombres en el Reino de Dios, enseñándoles a observar todo lo que ha recibido de Cristo. La Iglesia es una realidad organizada, en comunión: San Pablo la presentará como Cuerpo de Cristo, que, como nos dice la teología, no es una definición puramente analógica o simbólica, sino expresión de su verdadera naturaleza, porque en ella se revelan y actualizan los misterios de Cristo. Pablo trazará la maqueta de la actividad misionera de la Iglesia con las insignias del servicio, de la donación y de la esperanza.
Jesús el Señor ha apoyado su construcción sobre hombres de carne y huesos, sostenidos evidentemente por el Espíritu, pero sin aureolas humanas, a fin de que su presencia en ellos resplandezca sin oropeles, sino fiel y esencial. Es algo que nunca debimos de olvidar.
Con Pedro, el que nos confirma en la fe, se nos ha dicho que somos una Iglesia inquebrantable; con Pablo, que somos un Pueblo cuya dicha e identidad más profunda es la misión evangelizadora. San Pablo encarnó como nadie la tarea de la proclamación del mensaje de Cristo, muerto y resucitado, para que llegara a todos los oídos, para que pasara a todos los corazones, y esto sin desmayo ante “las fatigas, prisiones, azotes, peligros, ayunos, frio y desnudez”.
La fe que nos identifica como cristianos y miembros de la Iglesia no nos ha llegado por azar. Ha nacido y crecido gracias a los Apóstoles. Es la misma fe apostólica, garantizada por éstos y asegurada por el ministerio de sus sucesores, el Papa y los Obispos.
Pedro hasta ayer se llamó Benedicto XVI, el gran Papa de inteligencia clara, de humildad exquisita, de amor apasionado a la Iglesia y al mundo, y que hoy se llama Francisco: el pastor pobre, humilde, sencillo y cercano, cuya profunda experiencia de fe hace que su persona, sus palabras y sus hechos irradien aroma de evangelio.
Oremos hoy el Papa Francisco y renovemos cordialmente nuestra comunión con la Sede Apostólica. Con el llamado “óbolo de San Pedro” contribuiremos a que quien nos preside en la caridad siga siendo cauce de ayuda a las Iglesias más necesitadas.