+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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25 de diciembre de 2010

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]D[/fusion_dropcap]ios ha querido que su Hijo naciera, creciera y viviera asumiendo la condición humana. Y la manera típica de hacerlo es una sola, en la familia. No es porque sea ésta la manera cristiana, sino porque es la manera humana. Los más grandes antropólogos del pasado siglo han afirmado que la familia es el único, el perenne modelo humano en toda la historia capaz de garantizar los elemento esenciales para crecer humanamente, como son el sentido de seguridad, el sentido de pertenencia y la transmisión de los valores más significativos de la vida. Si se trata de un dato tan general ¿no será que es que proviene de la mano creadora de Dios?

La fiesta de la Sagrada Familia, en la que la liturgia trae a colación la huida a Egipto porque Herodes quiere matar al Niño, nos presenta, pues, a la familia de Nazaret dramáticamente inserta en el árbol de la tragedia humana. Jesús ha asumido nuestras características: una familia, un país de origen, una lengua, una tradición cultural y religiosa. El Dios omnipotente, al asumir en toda su verdad la condición humana, ha quedado paradójicamente a merced también de los poderes de este mundo.

José, levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye…”. En medio del ciclón que sacude a esta humilde familia, sus miembros permanecen unidos, hasta superar la tempestad. ¡Magnífica lección!: En medio de las circunstancias disgregadoras de la vida resplandece irrompible la unidad de la familia.

Luego, cuando vuelvan a la paz de Nazaret, se nos dirá que el niño crecía en edad, en sabiduría y en gracia. Es a lo que está llamado todo niño que nace. Pero se requiere para ello un ambiente, el que creaban en su hogar María y José, lo que necesita todo niño que viene al mundo: un enraizamiento afectivo, una estabilidad profunda. Porque se necesita tiempo para establecer esas relaciones profundas que forman parte de lo constitutivo de nuestra personalidad.

Jesús ha encontrado en José y María unos sencillos, pero seguros modelos de referencia, como se dice ahora; de ellos ha recibido una educación simple, ligada a la modesta cultura de aquel tiempo, pero una educación esencial, que se manifestaría, en la edad adulta, en la dulzura, la bondad y la ternura con que trataba a sus prójimos.

La Familia de Nazaret tiene todavía, en el siglo XXI, en que es tan difícil la estabilidad familiar, importantes lecciones que darnos. Pese a las buenas intenciones, con el paso del tiempo puede ir apagándose la llama del amor, empezar a pesar la presencia del otro, ponerse en duda la elección hecha. Eso, cuando no se ha procedido una unión sin hondura, que, a veces, no dura más que la luna de miel. Sabemos de nuestra debilidad, pero es hermoso el consejo de Pablo que escuchamos en las lecturas de este domingo: “Dejaos sostener por Cristo”.

 

La familia de Nazaret es una familia posible, no inalcanzable. Es bueno no dejarse llevar del pesimismo reinante. Hay muchas experiencias que acreditan la posibilidad de que la aventura del matrimonio es una buenaventura, la mejor aventura. Contamos para ello con la ayuda de Jesús y de su Espíritu.

Pero volvamos al comienzo: No olvidemos que, aunque se encubra de legalidad o de legitimación social, sigue habiendo Herodes, dispuestos acabar con la vida naciente o con la no nacida. Y no olvidemos que numerosas familias viven en su piel el drama lacerante de la emigración forzosa, para salvar la vida o para buscar una posibilidad de futuro.

La peripecia de la Sagrada familia y la normalidad de su vida en Nazaret nos obliga a no olvidar los dramas familiares, cercanos o lejanos,  a reactivar el valor y la dignidad de vida humana y de la familia, para que ninguno de los Jesús, José y María de nuestro tiempo se sienta jamás abandonado en la soledad del Egipto de la desesperanza.