+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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29 de diciembre de 2012

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]n el clima entrañable y familiar de la Navidad se celebra en este domingo la fiesta de la Sagrada familia de Nazaret. Los textos que se proclama en la Misa nos ofrecen orientaciones prácticas sobre el amor y respeto a los mayores; nos recuerdan virtudes preciosas y nunca pasadas de moda para una convivencia feliz: la misericordia entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión, el perdón… y, por encima de todo, resumiéndolo todo, el amor como ceñidor de la unidad consumada.

El Papa Pablo VII, visitando Nazaret, expresaba un deseo que convertía en oración: «Que Nazaret nos enseñe el significado de la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable, lo dulce e irreemplazable que es su pedagogía y lo fundamental e incomparable que es su función en el plano social» (Pablo VI).

El texto evangélico nos presenta una escena familiar: Un adolescente, Jesús, que peregrina con sus padres a Jerusalén, como lo hacían cada año. El chico, a primera vista, anda afirmando su autonomía hasta empezar a preocupar a sus padres: “Tu padre y yo te buscábamos angustiados”. Y unos padres que, poco a poco, tendrán que ir descubriendo que Jesús, antes que hijo suyo, es Hijo de Dios y que se debe a una misión que transciende los lazos de la carne y de la sangre: “¿No sabéis que yo tengo que estar en las cosas de mi Padre?”. Es significativo para este momento en que abundan las familias monoparentales recalcar la presencia necesaria del padre y de la madre: “Tu padre y yo te buscábamos angustiados”.

Es éste un día para felicitar a todos los que tienen la gracia de vivir la experiencia de una vida familiar gozosa. ¡Dichosos quienes, un día, os comprometisteis a vivir un compromiso de amor definitivo y lo seguís manteniendo contra viento y marea! El amor es simultáneamente don de Dios y tarea humana. «No es verdadero amante el que no está dispuesto a amar para siempre» -decía, hace muchos siglos, Eurípides.

Todas las encuestas manifiestan de manera unánime que la familia es la institución más valorada de la sociedad, incluso entre los jóvenes. Y sin embargo, parece que están en desuso dimensiones tan importantes como la fidelidad conyugal, la paternidad y la maternidad.                                       

Seguramente tiene mucho que ver con ello la nueva cultura sexual, que disocia amor y sexualidad. Ésta puede ser muy bien un mero juego, sin tener que ser informada por el amor, la comunión y el compromiso; queda reducida a un puro producto de consumo y de placer. Se enseña a los jóvenes, como postulado indiscutible, y sin matices, el derecho a ser sexualmente activos, sin un reconocimiento de la dimensión interpersonal honda de la sexualidad humana. Vale todo, hasta las relaciones más promiscuas, con tal de que sean seguras frente al embarazo o el sida.

La dimensión oblativa, el lenguaje sexual del amor, lenguaje del cuerpo y del alma, suena a antigualla; pero cuando al otro se le ama sólo por la utilidad que reporta se le rebaja a nivel de objeto. Hay comportamientos que trivializan de tal modo la relación interpersonal que incapacitan a la larga para vivir fidelidades profundas o compromisos definitivos.

¿Qué servicio pueden prestar las familias cristianas, en cuanto tales, a nuestra sociedad?: Anunciar la realidad de la familia como Buena Noticia; afirmar la belleza de un amor capaz de hacer de los esposos una sola carne; hacer sentir el gozo de saberse prolongadores de la acción creadora de Dios en un mundo en que se maltrata la vida; ser escuela del más rico humanismo, donde cada uno es querido, valorado y escuchado por sí mismo y no por lo que tiene. Que, en definitiva, lo constitutivo de la familia de Nazaret sea una realidad diariamente actualizada en cada familia cristiana.