+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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26 de diciembre de 2015

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]n la realidad se da siempre una mezcla de luces y de sombras. También en la realidad de la familia. Ha supuesto un enorme avance respecto a otras épocas la equiparación de derechos del hombre y la mujer, la aportación de ésta a la sociedad mediante su incorporación a tareas extra-familiares, la mayor libertad en la elección de cónyuge, la importancia del amor a la hora de elegir, un mayor sentido de responsabilidad para aceptar la paternidad o la maternidad…. Pero junto a estas luces, hay también sombras y hasta nubarrones amenazadores.

La familia– dice el Papa Francisco- atraviesa una crisis cultural profunda… La fragilidad de los vínculos se vuelve especialmente grave porque se trata de la célula básica de la sociedad, el lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a pertenecer a otros, y donde los padres transmiten la fe a los hijos”.  

Cuando desde la Iglesia lamentamos esta crisis no es por incordiar o porque nos guste ir contracorriente. Es porque queremos a la familia, porque nos duele, porque se trata de una de las realidades más fundamentales y bellas de la humanidad.  

Duele que en los cinco primeros años de casados se rompan la mitad de los matrimonios, que un número importante de jóvenes ya no cuenten con el matrimonio como proyecto de futuro y que, sencillamente, prefieran juntarse, convivir mientras la cosa funcione. El divorcio se nos presenta no como el fracaso de un proyecto amoroso compartido, sino como un signo de progreso. A pesar de ser la familia la institución más valorada en las encuestas, hay analistas sociales que se atreven a preguntarse si no caminamos hacia una sociedad sin familias, envejecida, incapaz incluso de reproducirse. De hecho, nos acaban de decir que, según datos oficiales, en nuestro país ya nacen al año menos personas que las que mueren.   

Hacía antes referencia a la vida. Ahí está el aborto elevado a derecho, que ha supuesto, en los últimos veinte años, la destrucción de millones de seres humanos, la juventud que no está faltando. Cuando en una sociedad se impone la ley del más fuerte, la del propio interés o la del egoísmo sobre la ley del don y la generosidad, siempre ha sido en menoscabo de la dignidad humana. 

Quien ha vivido las experiencia más densas y entrañables en una familia tiene derecho a preguntarse si una sociedad así puede tener futuro, si no será una sociedad muy fría, en que el otro o la otra es utilizado, incluso en las relaciones afectivas, como un producto más de consumo pasajero. ¿No contribuye a ello un uso generalizado de la sexualidad entre los jóvenes, entendida como un encuentro placentero, “tener un rollo”, sin hondura, sin responsabilidad, sin compromiso? La generación emergente, que se inicia tan prematuramente en el ejercicio de la sexualidad y que está tan informada al respecto, no sólo no ha recibido una educación para el amor, sino que, en nombre de un progresismo que tiene mucho de caverna, está siendo empujada a vivir tal dimensión superficialmente, frívolamente y, por eso mismo, será incapaz de amar con un amor estable, sacrificado, hondo. Sorprende ver que cuando a los jóvenes se les presenta la sexualidad de manera positiva, bella, profundamente humana, se preguntan por qué nunca se les ha presentado así. 

El Papa Francisco ha dedicado dos Sínodos seguidos al tema de la familia. El sensacionalismo, que busca vender, ha querido reducir lo tratado a unas cuestiones reales, llamativas, pero colaterales. El problema es más amplio. En el fondo ha estado la pregunta de qué clase de sociedad, qué clase de hombre, qué clase de familia queremos construir.

Vienen estas reflexiones a propósito de la fiesta de la Sagrada Familia, que celebramos en el domingo siguiente a la Navidad. Es necesario «que Nazaret nos enseñe el significado de la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable, lo dulce e irreemplazable que es su pedagogía y lo fundamental e incomparable que es su función en el plano social»(Pablo VI).

Mi felicitación cordial a quienes tenéis la gracia de vivir la experiencia de una vida familiar gozosa. ¡Dichosos quienes, un día, asumisteis el empeño de vivir un compromiso de amor definitivo, y lo seguís manteniendo contra viento y marea!    

En los tiempos que corren, cuando uno se encuentra con familias que viven con tanta sencillez como hondura su condición, parece un pequeño milagro de la gracia de Dios. Ahí florecen aquellos valores que no pueden comprarse con dinero: el amor, la gratuidad, el compartir, el perdón, la fidelidad sin límites.