Antonio García Ramírez

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11 de agosto de 2024

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Celebrar la fe. La Iglesia nace de la Eucaristía, es decir de la celebración de la fe. En reuniones semanales hacen memoria de Jesús, volvemos a repetir los gestos y palabras que Él realizaba cuando compartía la mesa con sus discípulos. Ellos hacían fiesta… comían pan y bebían vino. No sólo recordaban la muerte en cruz de su Maestro en la ciudad de Jerusalén, también recordaban las comidas compartidas alrededor del lago de Galilea. Ya fueran con la multitud a la que se le multiplicaba el pan, ya fueran en las casas de justos y pecadores, dónde el Señor mostraba la llegada del Reino mesiánico.

Comer el pan de vida. Pasados los siglos, nosotros seguimos comiendo del mismo pan. Nos deberíamos de alegrar y regocijar por este regalo. Es verdadera comida, nunca merecida, pues no somos dignos de entrar en la morada sagrada. Pero comulgar no es el premio de los buenos ni el merecimiento de nuestras obras. Al contrario, es pan para el hambriento, sustento del pecador, fuerza reparadora de las heridas que nos afligen. No soy digno, pero una palabra tuya bastará para sanarme. Comer el pan de vida es entrar en comunión con la vida de Jesús, con su proyecto de vida, que es la venida de su Reino. Esta comunión nos capacita para amar sin límites, aguantar sin límites, disculpar sin límites.

Medicina de inmortalidad. Antes de la venida de Cristo, comieron y murieron, a partir de Jesús, comeremos y viviremos eternamente. Pues pasamos de la muerte a la vida. Jesús es el pan de vida y es medicina de inmortalidad. Éste es el sacramento de nuestra fe, ¿creemos esto? Nos va la vida en ello, pues nuestra condición creyente no nos deja anclados en el presente sino que nos hace caminar hacia un futuro de esperanza. Para esto Jesús entregó su cuerpo en aquella cruz y derramó su preciosísima sangre colgado de la misma. Verdadera comida, verdadera bebida. Verdadero Dios, verdadero Hombre.