+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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20 de marzo de 2022

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]a fiesta de San José y el Día del Seminario son ocasión para que todo el pueblo de Dios demos gracias, especialmente por las vocaciones sacerdotales, cuatro seminaristas actualmente, y de vida consagrada existentes en nuestra diócesis de Albacete, y para pedir al dueño de la mies que envíe obreros a su mies. Nuestra Iglesia de Albacete los necesita. Jóvenes que respondan positivamente a su llamada para ser un día sacerdotes de Jesucristo Pidámoslo en nuestras oraciones, confiadamente, y seremos escuchados. «Pedid y se os dará», nos dice el Señor.

En esta fiesta, especialmente los sacerdotes, estamos llamados a recordar nuestros años de formación en el Seminario, cuando respondimos positivamente a su llamada siguiéndole muy de cerca, estando con él y siendo enviados a evangelizar, bautizar, y servir y revitalizar su Iglesia desde el amor. Años en los que la Iglesia, a través del Seminario nos cuidó y nos acompañó para que llegara a buen término en nosotros la obra que Dios mismo había empezado. Hoy, al celebrar el Día del Seminario, pongamos en valor la  vocación recibida y agradezcamos las que descubrimos en los demás.

Contemplando la disponibilidad de san José para cumplir el plan de Dios, pidámosle especialmente por quienes están formándose en el Seminario, para que se dispongan a servir un día desde el ministerio sacerdotal al pueblo de Dios que sigue caminando, siguiendo los pasos y las enseñanzas de Jesús. Y pidamos su intercesión para que, como él, muchos jóvenes respondan generosamente a la llamada de Dios.

Esta fiesta y celebración nos ofrece la posibilidad de mirar al Seminario, no con nostalgia o añoranza de tiempos pasados, sino con confianza en Dios, sabiendo que todo es suyo y que él vela por su Iglesia. En cada tiempo y en toda circunstancia, la providencia divina actúa conforme a sus designios de misericordia. También en nuestra época Dios sigue actuando y sigue suscitando vocaciones sacerdotales entre nuestros jóvenes. Reconozcamos y transmitamos a los jóvenes el gran don que Dios nos hizo hace ya unos pocos años y sepamos presentar a los jóvenes de nuestro tiempo la belleza y la alegría de la vocación sacerdotal.

El objetivo del Seminario es acompañar a jóvenes llamados por Dios para ser sacerdotes, ayudándolos en el discernimiento de su vocación y formándolos para servir al pueblo de Dios. Del mismo modo que Jesucristo los llamó para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar (cf. Me 3, 14-15), en el Seminario nos encontramos un grupo de jóvenes de diversas edades que escucha su palabra, la interioriza y se pone en camino para seguir sus pasos.

En el Seminario se vive en comunidad, estableciendo relaciones de fraternidad y lazos de amistad sincera. La relación personal con Jesucristo, nuestro Maestro y modelo a imitar en todo, no excluye, sino que se enriquece con la presencia de compañeros y la vivencia en comunidad de la fe y de la vocación. Esto es preparación y anticipo para un estilo de ser sacerdote y de estar presente en medio de la Iglesia y del mundo: «Enraizado profundamente en la verdad y en la caridad de Cristo, y animado por el deseo y el mandato de anunciar a todos su salvación, está llamado a establecer con todos los hombres relaciones de fraternidad, de servicio, de búsqueda común de la verdad, de promoción de la justicia y la paz» (PDV, n. 18).

Los sacerdotes no hemos sido llamados para estar solos. El Seminario nos enseña la importancia de la comunidad y la necesidad de vivir una sana fraternidad. Esta dimensión comunitaria es hoy más necesaria y urgente como nos recuerda el plan de formación sacerdotal «Formar pastores misioneros»: «La formación comunitaria es especialmente necesaria y urgente en el contexto sociocultural actual, caracterizado por un mundo cada vez más globalizado e interconectado, pero menos comunitario y fraterno, y por un hombre posmoderno, uno de cuyos rasgos es el individualismo egoísta y autorreferencial que dificulta seriamente la vida en comunidad» (n. 143). Como sacerdotes, también debemos sabemos unidos a un presbiterio, llamados a trabajar en común y a acrecentar la fraternidad sacerdotal. Una fraternidad sacerdotal que es querida por Dios, igual que la que vivieron los apóstoles, y que por ello no es algo opcional, sino esencial en nuestra vocación.

El ejemplo de los sacerdotes que viven relaciones fraternas en su presbiterio constituye un testimonio luminoso y supone una ayuda para muchos jóvenes que se plantean la vocación sacerdotal, incluyendo los propios seminaristas. Al ver a los sacerdotes intuyen que es posible vivir gozosamente la amistad y la fraternidad en el seguimiento de Cristo y en la respuesta a la vocación.

Desde el principio, los discípulos estamos llamados a imitar a aquel a  quien seguimos, que nos aseguró que él «está en medio de nosotros como el que sirve». Por eso el sacerdocio solo puede entenderse desde el servicio. Solo desde la entrega la vocación recibe todo su sentido. «El sacerdocio, junto con la Palabra de Dios y los signos sacramentales, a cuyo servicio está, pertenece a los elementos constitutivos de la Iglesia. El ministerio del presbítero está totalmente al servicio de la Iglesia» (PDV, n. 16).

El desempeño del ministerio sacerdotal conlleva saber servir a las comunidades a las que somos enviados. En el servicio discreto y silencioso, alejado de protagonismos, pero rico en experiencias y alegrías, los sacerdotes se descubren unidos a quien no vino a ser servido, sino a servir, Jesucristo, encontrando en ello la razón de su vocación.

El sacerdote debe «ser capaz de amar a la gente con un corazón nuevo, grande y puro, con auténtica renuncia de sí mismo, con entrega total, continua y fiel, con ternura ( cf. 2 Cor 11, 2), con matices del cariño materno» (PDV, n. 22).

 

San José es calificado por el evangelista san Mateo como un «hombre justo» (Mt 1, 19). Y, ciertamente lo era, pues cumplía las leyes existentes. Sin embargo, la justicia de José consiste más bien en procurar ajustar su vida a la voluntad de Dios. Y esto implica el deseo de conocer esa voluntad y estar abierto a escuchar de la voz de Dios, incluso en sueños.

La entrega y cuidado de San José hacia María y Jesús es un modelo para la vida del sacerdote, y también para los seminaristas, y para aquellos que están en proceso de discernimiento vocacional. Se trata de poner por delante el plan de Dios y su voluntad frente a los deseos o proyectos humanos que son legítimos en nuestras vidas, pero que no responden a esa llamada que Dios nos hace para colaborar con él actualizando su presencia salvífica en medio de nuestro mundo.

La vocación de San José lleva consigo el ponerse al frente de la familia de Nazaret y proteger tanto a María, su esposa, como a Jesús. Al aceptar la voluntad de Dios, expresada en la Anunciación del ángel a María y en las palabras del ángel del Señor que habla en sueños a José, la fe de María se encuentra con la fe de José (Redemptoris custos, n. 4). El hogar de Nazaret se va a convertir en un lugar o comunidad donde brilla la entrega y la confianza en Dios que cada uno de ellos manifiesta. Una familia que vive pendiente de la voluntad de Dios y que forma una comunidad de vida y amor. «En la vida oculta de Nazaret, bajo la guía de José, Jesús aprendió a hacer la voluntad del Padre. Dicha voluntad se transformó en su alimento diario» (Jn 4,34)» (Patris corde, n.3). En ese ambiente crecerá Jesús, y en un ambiente semejante es donde pueden surgir y crecer las vocaciones al sacerdocio. Hemos de construir comunidades cristianas donde la confianza en Dios y la búsqueda de su voluntad impregnen nuestras actividades pastorales y celebraciones.

La comunidad cristiana parroquial, los grupos de jóvenes en las parroquias y en diversos movimientos apostólicos, y la familia cristiana, son lugares donde normalmente surgen vocaciones, donde se descubre la grandeza del servicio y la entrega generosa, donde se escucha la Palabra de Dios y se aplica a la propia vida. El Seminario está llamado a ser también un hogar, como lo fue el de Nazaret, donde cada uno de los llamados se prepara y configura para la misión que la Iglesia le confiará, un ámbito donde se crezca en la intimidad con el Señor, en el diálogo sincero y abierto, y en el trabajo cotidiano, tanto de estudio como de las tareas de la comunidad, y en la oración personal y comunitaria.

Es también en comunidad donde se aprende el lenguaje de la obediencia y se dispone el corazón para vivirla como camino de entrega concreta. La vocación al ministerio sacerdotal se concretará en su momento en el ejercicio del ministerio en una comunidad de fe concreta, que normalmente será una parroquia. El sacerdote podrá reproducir los rasgos del hogar de Nazaret en esa comunidad si antes los ha vivido él mismo en su experiencia de fe y en su proceso de formación en el Seminario.

La vida de San José también está marcada por la «salida» o circunstancias exteriores, por tener que vivirla en numerosas ocasiones a la intemperie, afrontando lo que va llegando. Primero tiene que ir a Belén con motivo del censo y, en ese momento, se produce el nacimiento de Jesús. Después es el ángel el que le va indicando el camino a recorrer. La amenaza de Herodes hace que tenga que huir con María y el niño a Egipto. Cuando murió Herodes, el ángel del Señor se apareció de nuevo en sueños a José en Egipto y le dijo: «Levántate, coge al niño y a su madre y vuelve a la tierra de Israel, porque han muerto los que atentaban contra la vida del niño»» (Mt 2, 19-20). Cuando cesa el peligro, el ángel vuelve a ponerse en comunicación con José para indicarle que ya podía retomar a su tierra. Pero a José no le pareció que era aun suficientemente seguro el entorno de Jerusalén. «Al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea como sucesor de su padre Herodes tuvo miedo de ir allá. Y avisado en sueños se retiró a Galilea y se estableció en una ciudad llamada Nazaret» (Mt 2, 22-23). José es un peregrino que camina buscando realizar la misión que Dios le ha encomendado: ser el custodio de Jesús y de María, su madre.

Siguiendo el ejemplo de San José, también la Iglesia tiene que salir fuera del ámbito de la sacristía o los salones parroquiales, no puede quedarse encerrada en sí misma. Y salir, significa cambiar lo que sea necesario para avanzar hacia la meta deseada por el Señor. Hemos de entrar en esa dinámica de conversión pastoral que ponga a toda la Iglesia en estado de misión, de salida, como nos dice el papa Francisco. Esto también se tiene que reflejar en la formación de los futuros sacerdotes y tener presente en los criterios de discernimiento de sus vocaciones.

Pensando en los actuales seminaristas y en los que el Señor y la Santísima Virgen María nos pueden conceder próximamente, en el caminar del Año Jubilar Mariano de Nuestra Señora, la Virgen de Cortes, podemos transmitirles como, en nuestra época de Seminario, pudimos experimentar la maternidad de la Iglesia, que nos cuidó y nos formó, ayudándonos a responder sin miedo a la llamada del Señor. Siendo seminaristas, aprendimos que en la Iglesia toda vocación implica un servicio, y que éste se realiza por amor a Cristo y a su Iglesia, al servicio de la comunión y de la misión confiada a la Iglesia: la evangelización» (FPM, n. 15).

El Seminario es una etapa necesaria y fructífera en la vida del futuro sacerdote, puesto que, en él, se aprende que la Iglesia, en su desvelo por cada uno de sus hijos, necesita de hombres dispuestos a servir y entregar su vida en todo tiempo y en cada circunstancia, a lavar los pies humildemente a los hermanos y a ser ungidos, para hacer presente a Cristo siervo y pastor, viviendo la vocación con fidelidad y pasión. Un servicio y una entrega de la vida que es también respuesta a las necesidades concretas de la Iglesia. El servicio que implica la vocación sacerdotal se debe llevar a cabo en la Iglesia tal y como esta necesita y espera ser servida.

Por eso, el Seminario supone un tiempo de despojamiento, no solo porque introduce en la dinámica del servicio, sino también de la renuncia a los propios planes y proyectos en aras a una entrega total y sin reservas a Jesucristo. El sacerdote debe «ser capaz de amar a la gente con un corazón nuevo, grande y puro, con auténtica renuncia de sí mismo, con entrega total, continua y fiel, y a la vez con una especie de celo divino (cf. 2 Cor 11, 2), con una ternura que incluso asume matices del cariño materno» (PDV, n. 22). La Iglesia a la cual nos entregamos y a la que queremos servir, que nos acoge y nos cuida, tiene unas necesidades que deben ser atendidas.

Jesucristo amó y se entregó por su Iglesia, y nosotros estamos llamados a actuar también del mismo modo.

El sacerdote, recorrida y aprovechada su vida como seminarista en el Seminario, debe ser «hombre de comunión en unapastoral comunitaria, valorando y potenciando la aportaciónespecífica del laicado y de la vida consagrada, y aprendiendo adescubrir, discernir y promover los distintos carismas, ministeriose iniciativas evangelizadoras suscitados por el Espíritu en laIglesia en orden a una fructífera colaboración» (FPM, n. 251).

Aunque en la misma Iglesia hay diversidad de carismas, y el Seminario es siempre ocasión de conocerlos y apreciarlos, todos están dados por el Espíritu para su edificación y evangelización. La etapa del seminario sirve para comprender también que la diversidad no debe ser disgregación, sino cooperación al bien común.

Que San José acompañe la vocación de nuestros seminaristas y que ésta esté marcada por el amor a Dios y el servicio humilde y generoso a los hermanos. Que María, nuestra Madre del cielo nos bendiga con vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, y ella modele sus corazones para sean sacerdotes y religiosos según el corazón de su Hijo y Señor nuestro, Jesucristo.

 

✠Ángel Fernández Collado
Obispo de Albacete