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15 de agosto de 2020
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¿Por qué recurrimos a Jesús? ¿Cuántos milagros le hemos pedido al Señor? ¿Hemos sido muy insistentes como la mujer cananea del evangelio? Sí, seguramente que más de una vez y de dos hemos ido al Señor a pedirle algún milagro. Y más de una vez hemos sido muy insistentes. Y más de una vez hemos sentido que el Señor no nos escuchaba, que hacía oídos sordos a nuestros pedidos y que nuestras oraciones no llegaban a sus oídos. Y nos hemos sentido abandonados de la mano de Dios, porque Él no hacía lo que nosotros le pedíamos.
A veces, la respuesta que nos da el Señor no nos deja conforme, como no lo hizo con la mujer del evangelio: “sólo he sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel” o “no está bien tomar el pan de los hijos para dárselo a los perritos”. Y esta última ha sido una respuesta muy dura de parte del Señor. Si nos la dice a nosotros nos parecería muy mal, y hasta parece que quisiera insultar a la pobre mujer. Y no es así.
Jesús ha querido dejar muy claro cuál es su misión, y, sobre todo, sacar lo mejor de uno mismo, pues lo que él quería era encontrar la fe en el corazón de la mujer, sin importarle ninguna otra cosa. Sabía de la bondad del Señor y con humildad llegó a su corazón y logró el milagro que quería: “tienes razón, Señor, pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”.
Y esta respuesta es una exhortación para nosotros: sí, para nosotros, porque no siempre acudimos a la Mesa del Banquete Celestial a recibir el Alimento de Vida que el Señor nos da. Pero lo peor es que otras tantas veces nos dejamos que otros que lo necesitan se acerquen a ese Banquete, porque ponemos obstáculos e impedimos que los que realmente necesitan de la gracia de la Eucaristía no puedan alimentarse con Él.
Sin embargo, hay quienes se alimentan de esas “migajas” que nosotros desperdiciamos cuando nos quejamos sin medida y ponemos excusas para no acercarnos a la Eucaristía. El deseo de esa mujer es el deseo de tanta gente que no ha encontrado el camino para llegar al Señor, que sólo ha encontrado obstáculos en el camino y no hemos sido capaces de acercarnos a ellos para llevarles parte del alimento que hemos recibido.
Por eso mismo, Jesús le decía a los escribas y doctores de la Ley: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis a los hombres el Reino de los Cielos! Vosotros ciertamente no entráis, y a los que están entrando no les dejáis entrar”. (Mt, 23, 13)
Aquella mujer, dolorida por la enfermedad de su hija, pudo reconocer el alimento verdadero y lo encontró en el corazón misericordioso del Señor que hizo brotar en ella el don más grande: el don de la Fe: “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”.
Es el don de la Fe lo que tenemos que madurar en nuestra vida cristiana, porque, muchas veces, “usamos” de nuestra fe como la cartera en el mercado: creemos que podemos “comprar” los milagros cada vez que lo necesitemos, por eso no siempre conseguimos lo que queremos, porque, como dice san Pablo “no sabemos pedir”, y, cuando tenemos lo que queremos ya no necesitamos más del Señor, y dejamos que los dones se vayan perdiendo por el camino. Y se van perdiendo por el camino porque nos volvemos egoístas con los dones recibidos, no entregamos o repartimos lo que el Señor nos va dando día a día, porque seguimos con la mirada puesta en nuestro ombligo y si hacemos algo es para quitarnos de encima lo que nos molesta: “atiéndela, que viene detrás gritando”, no era por misericordia o compasión que querían que el Señor la atendiera, sino porque les molestaba sus gritos.
“Gratis habéis recibido, dadlo gratis”, cuando miremos el dolor el hombre de hoy no queramos hacerlo callar, sino que intentemos sanarlo con los Dones que el Señor nos ha regalado a nosotros: “dadles vosotros de come
Nestor Fabián Failache Loza
Párroco de Tarazona