Pablo Bermejo
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14 de junio de 2008
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Cuando tenía 15 años y hacía algo más de un año que estudiaba en el instituto, una antigua compañera del colegio comenzó a llamarme por teléfono a intervalos regulares. Al principio las conversaciones duraban 10 minutos cordiales pero, con el paso de las semanas, las conversaciones llegaban a 1 hora completa. Fue entonces cuando comencé a darme cuenta de que la mayoría de la conversación la llevaba ella sola y yo no hacía otra cosa que asentir y esforzarme para seguir la línea de los problemas que ella me estaba contando. Recuerdo que un día le dije a mi padre que no entendía por qué me seguía llamando si yo prácticamente no hablaba, y me contestó algo que iluminó un concepto nuevo en mi mente: “hay personas que no buscan consejo sino simplemente alguien que les escuche y les digan que les entienden”. O sea, yo que tenía miedo de quedar como un aburrido y resultaba que ese era el motivo por el que mi amiga me llamaba tanto.
Creo que esto me marcó porque con el tiempo fui desarrollando un carácter tal que siempre me hacía estar atento en las conversaciones para estar seguro de que dejaba hablar a mi interlocutor todo el tiempo que necesitara. Mi hermano acabó llamándome “monje” y “cura” pero a mí no me importaba. Sin embargo, más adelante fui conociendo a gente que no sólo buscaba que le escucharan sino también opinión y consejo. Entonces llegó la soberbia y comencé a creerme con derecho a aconsejar a todo el mundo en cuanto me daban la oportunidad, llegando quizá a convertirme en un “metomentodo”.
Hace poco tiempo pasé una temporada en una ciudad diferente por motivos de trabajo. Mi contexto se vio alterado completamente pero mi forma de ser no supo adaptarse a ello. En cuanto tomé confianza con un compañero de oficina, éste comenzó a contarme de vez en cuando problemas con su compañero de piso. Ahora, con la perspectiva del tiempo, me da la sensación de que de forma inconciente yo creía que sabía exactamente lo que estaba pensando y me autoproclamé guía ético-moral de mi nuevo amigo. Sin embargo él no estaba por la labor, y un día me dijo enojado: “Déjalo ya, no me gusta que me psicoanalicen. No eres el salvador de nadie”. Esas palabras, aunque algo exageradas por sus problemas personales, me hicieron plantearme lo que yo siempre había pensado que era algo positivo en mi persona. Recuerdo la frase de un cantautor que dice: “No es bueno el que te ayuda sino el que no te molesta”. Todos podemos discernir en mayor o menor medida nuestras virtudes y solemos intentar explotarlas. Sin embargo, he descubierto que una virtud potenciada puede convertirse en una verdadera molestia para los demás. Como siempre, la virtud está en el equilibrio.
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