+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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11 de marzo de 2022

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La Roda, 12 de marzo de 2022

         El Evangelio que acabamos de escuchar tiene un contenido en enseñanza muy rico y simbólico. Nos presenta a Jesús junto a un pozo en el lugar de Sicár, en la región de Samaría. Allí Jesús entabla una conversación con una mujer de este lugar y la habla de un “agua viva”; agua que quien la bebe ya no necesita beber más, pues queda calmada toda su sed (Jn. 4, 5-42).  

         El Evangelio centra nuestra atención en Jesucristo, en el agua, y en las palabras y la vida de esta mujer samaritana. Agua de un pozo al que Jesús se acerca para beber, para descansar del camino y para dialogar con esta mujer. Jesús comienza hablándola de la “fuente de agua viva”, de El mismo, de la gracia divina, pues, quién bebe de esta agua no necesitará beber más. La mujer no entiende el mensaje que Jesús la quiere transmitir. Recordamos el diálogo entre Jesús y la mujer de Samaría, sus palabras, según nos las relata el Evangelio, y hagamos un hueco en nuestro corazón para acogerlas y entenderlas como dirigidas también a cada uno de nosotros.

         En una tarde calurosa llega Jesús a una ciudad de Samaria, llamada Sicar, donde se hallaba el pozo de Jacob. Era el pozo que el Patriarca Jacob, descendiente de Abraham, se había reservado para su familia y ganados, pues era profundo y producía en abundancia agua rica y cristalina. Llegó en esos momentos una mujer samaritana a sacar agua del pozo, y Jesús, sin importarle la enemistad entre el pueblo judío y el samaritano, la dijo en tono familiar: “Mujer, dame de beber”. Sorprendida la mujer de que un judío se atreviera a hablarle así, le respondió: “¿Cómo es que tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?”.

         Comienza entonces un diálogo maravilloso en el que Jesús aprovecha la ocasión y el sitio donde estaba para explicar a la Samaritana lo que significaba la “gracia de Dios” para su persona y su corazón. “Si conocieras el don de Dios”, la dice Jesús, “y si conocieras realmente quién es el que te está pidiendo de beber, tú le pedirías a Él y Él te daría agua viva”.

         El “don de Dios, el agua viva”, que Jesús ofrece a esta mujer es la misma vida de Dios en cada uno de nosotros. Pero la mujer samaritana no comprendió esta comparación y le pregunta a Jesús cómo va a sacar esa agua en un pozo tan profundo si ni siquiera tiene a mano un cubo con qué sacarla.  Jesús la hace ver que no se trata de un agua como la del pozo, sino de algo distinto, de un agua muchísimo mejor. Por eso la dice Jesús: “El que bebe del agua de este pozo vuelve a tener sed. Pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed. Y, el agua que yo le daré se convertirá dentro de él/ella en un manantial capaz de dar la vida eterna”.

         ¿Qué quiere decir Jesús a la mujer samaritana y a cada uno de nosotros con estas palabras?,¿Qué agua es esa que mana de Cristo y que nos promete? Es el agua viva de la gracia divina, de la santidad, es la misma vida de Dios en nosotros. Esta agua es la única que puede satisfacer nuestra sed de eternidad. Por medio de la gracia divina podemos vivir en intimidad con Dios, pues es Dios mismo viviendo en nosotros. Es Dios mismo ese manantial que, dentro de nosotros, no cesa de producir el “agua viva”, santidad, que nos lleva a la vida eterna.  

         Dios nos da su gracia, el agua viva. Se nos da a sí mismo para que podamos alcanzar nuestra salvación y la felicidad eterna del Cielo. Contamos con la gracia de Dios que nunca nos falla, pero Él requiere también nuestra respuesta positiva a su gracia para poder llevarnos al Cielo. A Jesús lo que le importa es aprovechar aquel encuentro para acercar a aquella mujer a Dios. Y lo hace utilizando el elemento del agua, como escusa y como símbolo del agua viva, la santidad, que lleva a la vida eterna. 

         La Samaritana es una mujer con muchas carencias, necesita más profundidad en su vida, no tiene un agua que la satisfaga. Las palabras y la cercanía de Jesús la van transformando. Es capaz de mirar en su interior y descubrir la posibilidad de una vida diferente que la puede hacer feliz. Entiende ahora lo que significa “sed de Dios”, y pide el “agua viva”, la gracia divina, la santidad, que calme esa sed. Y, Jesús se la da. 

         Esta mujer deja su cántaro y se va, transformada, a la ciudad y comienza a anunciar a sus paisanos: venid a ver a un hombre que conoce, sin que yo se lo haya dicho, todo lo que yo he hecho en mi vida. Seguro que es el Mesías. La mujer habló con tanta convicción sobre la persona de Jesús, como profeta, que muchos samaritanos creyeron en Jesucristo por el testimonio de la mujer. Como fruto de este encuentro, esta mujer samaritana se convirtió de pecadora en apóstol de Jesucristo, en una misionera audaz y evangelizadora que da testimonio de lo que el Mesías ha hecho con ella. Y el testimonio de aquella mujer y la predicación posterior de Jesús hacen posible que muchos otros creyeran en Jesús y se acercaran a Dios.

         El pasaje de la samaritana es uno de los más ricos en contenido humano y teológico. Uno de esos momentos en que podemos contemplar a Jesús en su vertiente de hombre, de un ser humano que, como los demás, se cansa y ha de sentarse, tiene sed y pide de beber y, a la vez, contemplarle como el Hijo de Dios, como aquel que nos trae la gracia divina, la santidad, su amor, el agua de vida eterna, el ser hijos de Dios y alcanzar la vida eterna con Él en el cielo.       

 

Ángel Fernández Collado

Obispo de Albacete