+ Mons. D. Ángel Fernández Collado
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19 de diciembre de 2020
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]T[/fusion_dropcap]iempo litúrgico del Adviento
Nos adentramos en el tiempo litúrgico del Adviento. Un tiempo sugestivo, cargado de ilusión y de ternura, de misericordia y esperanza. Un tiempo para ponernos a tono espiritualmente y celebrar convertidos el Nacimiento del Hijo de Dios y las festividades que lo acompañan.
Celebramos litúrgicamente el Adviento y tratamos de vivirlo en profundidad. Un Adviento para vigilar, esperar y cambiar. Un Adviento para orar, confiar y luchar. Pues, viene el Mesías, el Hijo de Dios: Jesucristo.
Viene a levantar nuestro ánimo con su Espíritu; a curar nuestra ceguera con su luz; a aliviar nuestras cruces con su Cruz; a potenciar nuestras capacidades y generosidad con su entrega; a ensanchar nuestro corazón hasta alcanzar un corazón como el suyo, generoso y misericordioso. Viene en la intimidad del corazón. Como Palabra para ser acogida y como huésped para quedarse.
Relato evangélico de los de Emaús(Lc 24,13-35)
Me ha parecido oportuno en este Retiro de Adviento tomar como base de reflexión el relato evangélico de Emaús, pues su imagen, obra del artista y religioso jesuita P. Marko Ivan RupniK, nos sirve de “imagen icono y guía” para este curso en nuestro Plan de Acción Pastoral 2020-2021.
Jesús y dos de sus discípulos caminan juntos hacia Emaús
Dos discípulos seguidores de Jesús, residentes en Emaús, regresan desde Jerusalén a su aldea. Van caminando tristes y desconcertados. Jesús se acerca a ellos, sin revelarles quién era, y se pone a caminar junto a ellos. Al escuchar su conversación les pregunta la razón de su tristeza y desconcierto. A la luz de su respuesta les ofrece algunos pensamientos que van iluminando lo que las Escrituras decían del Mesías, de su venida, su misión, su pasión, muerte y resurrección.
A la luz de este relato evangélico os ofrezco algunos pensamientos que pueden iluminar nuestro caminar cristiano como sacerdotes y diáconos de la Iglesia de Jesucristo.
1. Dos discípulos de Jesús, como nosotros, regresan tristes a su aldea
Con facilidad nos sentimos identificados con los dos discípulos de Jesús que regresaban tristes y desconcertados a su aldea de Emaús. De alguna manera y en diversas situaciones nos podemos identificar con ellos y sus circunstancias a nivel de fe y fidelidad cristiana. Entendemos que son muy semejantes a nosotros, muy humanos: han visto el aparente fracaso de Cristo, y reaccionan seguramente como hubiésemos reaccionado nosotros mismos: abandonando todo y volviendo a la vida ordinaria, tranquila y cómoda de Emaús. Habían visto los milagros de Cristo, habían gozado de su presencia, habían saboreado sus enseñanzas, tal vez incluso habían repartido los panes en la multiplicación de los panes. Pero ahora, todo había acabado. Cristo estaba muerto. «Nosotros esperábamos…», son sus palabras llenas de tristeza. Regresan a su aldea, pero vuelven desanimados, insatisfechos y desconcertados. En el fondo, saben que les falta algo, que les falta “ALGUIEN” importante en su vida por quien vivir y a quien imitar y seguir. Les falta el Maestro, Jesucristo. Había muerto crucificado en Jerusalén. ¿Qué nos falta a nosotros para superar nuestra tristeza y cansancio y, en ocasiones, falta de ánimo apostólico? ¿Quién nos falta a nuestro lado y en nuestro corazón? ¿Nos hemos alejado sin darnos cuenta de Jesucristo pues funcionamos en nuestra vida ministerial como si no existiera?
Qué bien conoce Jesús el corazón humano. Sabía que el desánimo, el cansancio y los momentos oscuros pueden llegarnos en cualquier momento. Y quiso enseñarnos que también en esas circunstancias Él sigue cerca de nosotros, nos habla, nos anima, nos escucha y nos ama.
Cristo se acerca a estos dos discípulos porque le preocupan y quiere iluminar su desaliento y transformarlo. Para ello, según caminan, procura que verbalicen sus preocupaciones, el motivo de su tristeza, para que vivan en la verdad y se ilumine su oscuridad. Muchas personas, tal vez nosotros, no acaban de aceptar la realidad de que algo ha cambiado en la vivencia de su fe y que deben asumirlo y cambiar su forma de actuar como cristianos responsables y fieles a Jesucristo. Si no lo hacen es porque piensan que actuando así se reduce su libertad y se ven obligados a afrontar problemas de identidad que les desconciertan y les molesta.
La verdad rompe nuestros esquemas porque nos recuerda que somos limitados. Cristo dice: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida». Se presenta, ante sus discípulos y ante toda la humanidad de este modo tan sorprendente. El humilde carpintero, aquel que parecía uno más entre sus vecinos, afirma con rotundidad:«Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida». Esto no lo ha dicho nadie en la historia. Algunos se han limitado a decir: Yo conozco la verdad. Pero Jesús no dice que haya conocido la verdad, sino que Él es la verdad, que todo ha sido creado por Él y para Él.
Si miramos en nuestro interior y recordamos nuestra forma de actuar, muchas veces nos pasa lo que a estos discípulos: caminamos en el desconcierto o en la mentira porque somos incapaces de reconocer la presencia de Jesucristo en nuestras personas y entorno, de percibir que está a nuestro lado para comunicarnos la verdad. Confundimos opinión con verdad, y entonces descubrimos que nuestra vida contrasta con la revelación de Cristo, con sus enseñanzas y las de la Iglesia, porque Él es la Verdad.
Esto es lo que les ocurría a los dos discípulos de Emaús: tenían una percepción subjetiva sobre la realidad, sobre el acontecimiento sucedido, pero era una percepción equivocada, porque ese aparente fracaso de Jesús era el camino de su glorificación. No vivían en la verdad, sino esclavos de su percepción limitada. Este pensamiento, desde el punto de vista cristiano, muestra que la verdad para nosotros no es una idea, sino una persona, Jesús de Nazaret. Por ello, hemos de apartarnos de nuestra percepción subjetiva y acoger a Jesús, su persona, sus enseñanzas y su Iglesia.
Muchas veces, hay que reconocerlo, la comodidad nos lleva a no querer descubrir la verdad, a vivir nuestro sacerdocio de una manera muy particular, porque quizá nos obligue a dejar cosas a las que no queremos renunciar. Pero vivir en la verdad, bien lo sabemos, es vivir en Cristo, única fuente de paz y único cimiento sólido sobre el que asentar nuestra vida. Jesús es muy claro y no deja lugar a interpretaciones torcidas: «Por lo tanto, todo el que oye estas palabras mías y las pone en práctica, es como un hombre prudente que edificó su casa sobre roca; y cayó la lluvia y llegaron las riadas y soplaron los vientos: irrumpieron contra aquella casa, pero no se cayó porque estaba cimentada sobre roca»(Mt 7,24-27). Permite, pues, al Señor que camine contigo como con los dos discípulos de Emaús, para salir de algunas tinieblas que envuelven tu vida y para conocer la verdad y dejarse guiar por ella.
2. Cristo siempre se hace presente en nuestro caminar, nos sale al encuentro
Mientras van de camino, un desconocido se acerca a estos dos discípulos y empieza a caminar con ellos. El camino es largo, y se hace más llevadero en compañía de alguien. Pero este caminante que llega hasta ellos no es un desconocido, es Jesucristo, que se acerca, les saluda, camina junto a ellos, comienza a escucharlos y se interesa por sus preocupaciones. Los ojos y el corazón de los discípulos están afectados, les falta luz y paz, y por ello aún no son capaces de reconocerlo.
Con interés les pregunta: «¿De qué discutís entre vosotros mientras vais caminando? Ellos se pararon con aire entristecido. Uno de ellos llamado Cleofás le respondió: ¿Eres tú el único residente en Jerusalén que no sabe las cosas que estos días han pasado en ella? Él les dijo: ¿Qué cosas? Ellos le dijeron: Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo; cómo nuestros sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le crucificaron. Nosotros esperábamos que sería él quién libertaría a Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que pasó esto. Entonces Jesús, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que decían sobre Él en las Escrituras Sagradas».
¡Cuánta paciencia la del Señor! Conocía perfectamente, detalle a detalle, todo lo que le estaban contando, pero quería escucharlo de los labios de estos dos discípulos. Es la mejor imagen de nuestra oración: Jesucristo conoce nuestras necesidades, nuestros desánimos, pero quiere que acudamos a él, que le manifestemos nuestras quejas con él, que nos desahoguemos con él contándole nuestros problemas. Y, una vez que Jesús les ha escuchado y se ha ganado su confianza, entonces empieza su obra, su labor: ayudarles a entender las Escrituras, es decir, que el Mesías iba a padecer y morir, y después iba a resucitar. También nosotros como sacerdotes tenemos que aprender a escuchar, a estar con la gente sin prisas compartiendo sus vidas, sufrimientos y alegrías, ganando su confianza y ayudándoles en sus necesidades materiales y espirituales.
3. Los discípulos se detienen, están cansados; son incapaces de reconocer a Jesús
Los dos discípulos de Emaús, ante lo ocurrido en Jerusalén, experimentan el desconcierto y la confusión. Y se preguntan en voz alta: ¿Cómo ha podido pasar esto? ¿Por qué nadie ha hecho nada? ¿Porque nosotros desaparecimos aterrados? Ciertamente, estaban cansados anímicamente y no sabían cómo reaccionar.
También en nuestros días, nosotros los sacerdotes y diáconos, en nuestras parroquias y actividades pastorales, venimos trabajando con intensidad, creyendo en lo que hacemos y procurando empapamos del amor de Dios y contagiarlo a los fieles, pero, a causa de la sociedad en la que nos está tocando vivir: dividida, desnortada, politizada, sin valores, alejada de Dios y de lo sagrado, percibimos en las gentes de nuestro entorno cristiano una mirada cansada, casi rendida, sin luminosidad. El mundo va por otros caminos, alejados de Dios, y, por ello, nuestra entrega, palabras y acciones no son reconocidas, ni valoradas.
Como les pasaba a los discípulos de Emaús, también nosotros tenemos la tentación de darnos la vuelta, de olvidarnos de la sociedad en la que vivimos, de salir de Jerusalén, de la parroquia y sus diversos grupos pastorales, y limitarnos simplemente a comentar lo que está ocurriendo con mucha tristeza, sin ánimo apostólico alguno. Con todo, estar cansado es una buena señal, porque solo se cansa el que trabaja, el que se ha dejado la piel, el que no ha escatimado esfuerzos. Dios lo sabe y él también. Por ello, sigue caminando como Iglesia y en la Iglesia.
En nosotros, sacerdotes y diáconos, puede aparecer lo que llaman “Cansancio espiritual”, alejamiento consciente y aparentemente medicinal de lo espiritual, de lo sagrado, de Dios en nuestras vidas. Se trata de un cansancio muy peligroso, porque nos distrae de lo más importante impidiéndonos vivir con autenticidad y alejando nuestra mente y nuestro corazón de Dios. Quizá hemos caído en la rutina y vivimos como autómatas que hacemos maquinalmente las cosas más importantes. Renunciamos a crecer y la santidad a la que estamos expresamente llamados la vislumbramos, pero en el horizonte, allí a lo lejos. En el día a día nos conformamos con sacar adelante unos pocos momentos de oración, que incluso cuestan por el abundante ajetreo que tenemos en otras cosas. Seguramente estemos cansados de nuestros defectos y pecados, siempre los mismos, y nos parece casi imposible superarlos e incluso combatirlos. Este cansancio nos asemeja a estos discípulos que están de vuelta de la vida. Pero Jesús sabe muy bien que nosotros, hechos del barro de la tierra, nos cansamos. Y eso es bueno reconocerlo: no somos súper héroes, ni tenemos que aspirar a serlo. Es bueno aceptar que me rompo, que me canso, que necesito a ALGUIEN (Jesucristo) para mantenerme a flote, pues de lo contrario me ahogo; Alguien que me ofrezca su descanso, su fuerza, la de su Espíritu Santo. El problema de nuestro tiempo -decía un autor espiritual- no es que trabajemos mucho: es que no sabemos descansar. Para ayudarnos, Jesús nos dice: «Venid a mí los que estáis cansados y agobiados que yo os aliviaré. Mi yugo es llevadero y mi carga ligera»(Mt 11,28-30)
Suele ser muy provechoso hacer una lectura creyente de nuestra historia, pero estando muy atentos para evitar que nos atrape el pensamiento o realidad que en estos momentos nos está adormeciendo. Nos daremos cuenta de que, desde el comienzo de nuestra vida y, especialmente, desde nuestro caminar como seminaristas y sacerdotes, Jesucristo ha estado siempre en nuestra vida. Él nos ha sostenido y nos ha sacado adelante. Su mano extendida nos ha sostenido cuando parecía que caíamos y temblábamos de miedo. Acerquémonos al Señor para que nos mire y sintamos su amor. Él nos ha mirado en la debilidad, nos ha elegido y nos ha llamado. La historia de la vida de cada sacerdote y de cada cristiano es la historia de la misericordia de Dios, porque nos llamó a la santidad sabiendo que íbamos a fallar. Nuestro mayor enemigo es que vivamos la vida humana y cristiana de puertas hacia fuera, cuando lo importante de nuestra vida está dentro de nosotros.
Lo que más descansa es entrar en el corazón de Cristo, pues tiene un corazón misericordioso. Ahí descubriremos que Jesús nos ama incondicionalmente, tal como somos, con nuestras debilidades e historia. Nos ama igualmente. Lo que más descansa es estar al lado de alguien que te comprende, que se hace cargo de nuestras cosas, que no nos juzga, ante quien no tenemos que demostrar nada pues El todo lo conoce. Así es Jesús. Dejemos de buscarlo fuera, pues lo tenemos dentro de nosotros.
«Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo»(Ap. 3,20)
4. Nosotros esperábamos……; No tengáis miedo
En la conversación de los discípulos con el peregrino desconocido impresiona la expresión que el evangelista san Lucas pone en los labios de uno de ellos: «Nosotros esperábamos…»(Lc 24, 21). Este verbo en pasado lo dice todo: Hemos conocido al Maestro, hemos creído en El, lo hemos seguido, lo hemos amado…, pero ahora todo ha terminado.
También Jesús de Nazaret, que se había manifestado como un profeta poderoso en obras y palabras, aparentemente, había fracasado. Este drama de los discípulos de Emaús, decepcionados, es como un espejo de la situación de muchos cristianos de nuestro tiempo, y tal vez de nosotros mismos: sentirse decepcionados, olvidados. Al parecer, la esperanza de la fe había fracasado. Sin embargo, este camino hacia Emaús, por el que avanzamos, puede llegar a ser el camino de una purificación y maduración de nuestra fe en Dios.
Es esencial que mantengamos la sintonía con Él y que le contemos todas nuestras cosas. Cuando nos pregunta de qué hablamos por el camino quiere saber qué nos preocupa, qué ilusiones tenemos, cuáles son nuestras alegrías y nuestras penas. Él ya lo sabe, pero quiere que nosotros le pongamos nombre, le manifestemos nuestros sentimientos en un acto de suprema confianza.
Preguntémonos a la luz de las palabras de los discípulos: «Nosotros esperábamos…», cuáles son nuestros miedos, porque todos los tenemos: el fracaso, el ridículo, el dolor, la soledad, la pérdida del control sobre nuestra vida, el qué dirán, nuestras propias debilidades, la infidelidad, el distanciamiento de Dios. Los miedos nos definen, y si los consentimos nos envenenan. Cuando uno actúa movido por el miedo tendrá siempre en el fondo de su alma tristeza y amargura. ¿Cómo gestionamos los miedos, cómo nos enfrentamos a ellos?
Los discípulos de Emaús se detienen entristecidos por el miedo ante el aparente fracaso de Jesús el Nazareno, un miedo que les embota el corazón y les hace huir, dar la espalda a la vida. Cuando el Señor se pone a su lado y camina con ellos, lo que quiere, en gran medida, es que compartan con él ese miedo, para que él pueda iluminarlo y destruirlo.
La luz con la que Jesús quiere iluminaros se identifica con las palabras evangélicas que san Juan Pablo II pronunció al inicio de su pontificado y que repetía constantemente: «¡No tengáis miedo! ¡Abrid las puertas a Cristo!». No tengáis miedo, porque el miedo es el origen de esas tristezas que nos quitan el sabor a la vida y nos hunden.
Seamos atrevidos y adentrémonos en lo más hondo de nosotros para erradicar aquello que nos genera tristeza, desánimo, desaliento, desesperanza. El Señor camina con nosotros y nos pregunta qué conversación traemos por el camino: por qué estamos tristes, porqué nos enfadamos, por qué nos rebelamos, por qué nos bloqueamos, por qué caemos una vez y otra vez en ese defecto que nos esclaviza. Si le dejamos, el Señor bajará a nuestro pozo para sacarnos de él, porque descendió a los infiernos, y no solo para librar las almas de los que estaban cautivos antes de su muerte redentora, sino para destruir en nosotros cualquier miedo humano. El logrará que el miedo no gobierne nuestra vida y nos devolverá la verdadera libertad y la paz interior.
5. Quédate con nosotros, Señor. La Eucaristía
«Llegaron cerca de la aldea adonde iban, y El hizo ademán de continuar adelante. Pero ellos le retuvieron diciéndole: Quédate con nosotros, porque se hace tarde y está ya anocheciendo. Y entró para quedarse con ellos. Y, cuando estaban juntos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero El desapareció de su presencia».
El desconocido, Jesús de Nazaret, llegando a la aldea, hace ademán de seguir adelante. No quiere imponerse a nuestra libertad; propone su pensar y espera que demos el paso hacia él. Los discípulos entonces le piden: «Quédate con nosotros porque se hace tarde y está ya anocheciendo». De desconocido ha pasado a ser invitado; aún más, es quién presidirá la cena. Así actúa Jesucristo: sabe que lo necesitamos, que es luz para nuestra oscuridad y alegría para nuestro desánimo. Se nos acerca poco a poco, nos va iluminando, y suscita en nosotros esa hermosa petición que hacemos nuestra: «Quédate con nosotros». El cambio de estos discípulos fue rápido. Dejaron una rendija abierta a la esperanza y ésta entró, fue abriendo la puerta y les invadió plenamente.
A todos nos gusta celebrar las cosas buenas. Los cristianos celebramos lo que hizo Jesús, y lo hacemos en la Santa Misa. ¿Qué hace Jesús cuando se sienta a la mesa con los dos de Emaús? Realizó cuatro acciones llenas de significado para nosotros: tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio.
Somos tomados, bendecidos, partidos y dados, llamados a vivir una existencia profundamente eucarística. Preguntémonos si somos conscientes del valor de la Eucaristía, si la atracción por el Sagrario en el que el Señor se ha quedado tan cercano es el eje que vertebra y condiciona nuestra vida. El sacerdote que es eucarístico siempre va a tener el fuego de Cristo en su corazón. Si ama la Eucaristía, si busca orar delante del Sagrario, si se pone confiado en manos del Señor, no fracasará en el amor. Ser Eucaristía, don divino, partido y entregado, es el mejor modo de vivir nuestra vocación sacerdotal.
«¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando el nombre del Señor»(Salmo 116, 12-13)
«Ven pronto Señor, ven Salvador»