+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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4 de mayo de 2020

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]B[/fusion_dropcap]uenas tardes a todos. En este tiempo Pascual celebramos la alegría de la Resurrección de Jesucristo, está vivo, ha resucitado. Insertados como cristianos en Él, su victoria es nuestra victoria y su triunfo es nuestro triunfo.

Vamos a acercarnos con esta reflexión a tratar de entender y asumir el Misterio de la Pascua, especialmente, el sentido de la resurrección de Jesucristo y de la fe de los apóstoles.

Según costumbre, terminada la Semana Santa e iniciados los días pascuales, los sacerdotes y diáconos venían reuniéndose con el Obispo en las cuatro Vicarías Territoriales para celebrar un Retiro Espiritual, a la vez que para verse, comentar cómo había trascurrido la Semana Santa, y comer juntos. Este año no lo podíamos hacer de esa manera a causa de las negativas circunstancias en que nos encontramos. Por ello, para no suspenderlo y recogiendo el parecer de algunos de vosotros, abriendo la reflexión a todos: clero, vida consagra y laicos, lo realizamos en esta retransmisión en directo por Facebook.

Parece que hemos entrado en una etapa progresiva en la que podremos alcanzar una cierta normalidad. La presencia del maligno y destructivo virus Covid-19, que parece que se va controlando, nos ha descolocado por completo a todos los niveles: religioso, social, sanitario, laboral, familiar y personal, y también, y no de menor importancia, a nivel de fe. Apenas somos capaces de articular una palabra serena ante una experiencia desconcertante y dolorosa que no alcanzamos a comprender del todo. Llegan a nuestros oídos cifras inimaginables de fallecidos e informaciones incompletas y desconcertantes, mientras en muchos hogares se llora con mucho dolor la pérdida de seres queridos.

Es Pascua. La fe y la Palabra de Dios nos aseguran que no estamos abandonados ni caminamos errantes. Tenemos un Buen Pastor, Jesucristo, que nos conoce y quiere, para Él somos importantes, sabe nuestros nombres y le importa profundamente todo lo nuestro. Tampoco somos ovejas perdidas, condenadas a vivir confinadas o en solitario. Pertenecemos a un rebaño, la Iglesia de Jesucristo, al grupo de aquellos que quieren seguir la voz y las huellas del Buen Pastor. Jesucristo nos ama, y nos quiere vivos y resucitados.

Sentido de la Resurrección de Jesucristo

La noche de Pascua es la celebración más importante del año, y la más antigua. En ella nos adentramos en la historia de la salvación y en su momento más culminante: la resurrección de Jesucristo, su victoria sobre la muerte y el pecado. Y con Él nuestra victoria, como miembros de su cuerpo. En un primer momento, después de la muerte y resurrección de Jesús, sus discípulos comenzaron a reunirse los domingos, el día de la resurrección del Señor, para celebrar la “Fracción del Pan”, la presencia viva de su Maestro y para tomar fuerzas para vivir con un sentido cristiano la vida y para anunciar como testigos la buena noticia del evangelio. Muy pronto quisieron también, una vez al año, celebrar de modo más solemne el aniversario de su Pasión, Muerte y Resurrección. Y lo hicieron como nosotros lo realizamos en la Vigilia Pascual: pasando unas horas de la noche en vela para leer y escuchar la Palabra de Dios, rezar, cantar salmos, rememorar la gran alegría de la resurrección y culminar el encuentro con la celebración de la Eucaristía.

En la Noche Santa todos los elementos que aparecen en esta liturgia son símbolos que nos hablan de Cristo Resucitado: el fuego, símbolo de Cristo, que, como Él, alumbra, da calor, da vida, purifica impurezas, destruye adherencias, modela, congrega, hace comunidad, crea amistad. La luz, el Cirio pascual, símbolo de Cristo, que, como Él, ilumina, da calor, destruye las tinieblas, ayuda a ver y a caminar, se desgasta alumbrando, dándose; una luz que juzga, congrega, hace comunidad, contagia, y se difunde, se fortalece y hace mayor al unirse con otros. El agua, liturgia bautismal, símbolo de Cristo, de su gracia salvadora, que, como Él, lava, limpia, purifica, alimenta, refresca, da vida, produce alegría, relaja, descansa. Y es alegre en los manantiales, dócil en los recipientes, y variada en el mar y los ríos. 

Cristo ha resucitado. Dios lo resucitó. Esta es la gran noticia de la Pascua, así lo anunciábamos gozosamente, es nuestra gran noticia. En su resurrección está la nuestra, en su victoria está la nuestra. “Si hemos muerto con Cristo, viviremos con él” “Si con El morimos, viviremos con El”. La resurrección de Jesucristo da sentido a la historia. Es la clave para interpretar el misterio de Dios hecho hombre. Cristo no se deja encerrar en nuestros esquemas humanos. La vida no podía morir, no podía permanecer encerrada en el sepulcro, tenía que vivir y ahora de una forma nueva. Cristo resucita, vence al pecado y a la misma muerte. Cristo ya no está en la tumba, en el lugar de los muertos. Cristo ha resucitado y esta es la gran noticia que congrega y alegra a todos, que se grita con júbilo en la Noche Santa y en la Pascua de Resurrección, una noticia que fundamenta nuestras vidas y las da sentido cristiano. Cristo ha resucitado y vive glorioso por los siglos de los siglos.

Con la Resurrección de Jesucristo llegó también la Pascua para sus discípulos. Es decir, la sensación de alegría, de victoria, de valentía, la hora del testimonio. A partir de la experiencia real de Cristo resucitado sus vidas cambiaron, entendieron sus palabras, su mensaje, su pasión y su muerte. Comenzaron a sentirle como su Dios y Señor, como el fundamento de sus vidas y la fuerza del Espíritu Santo inundó su alma. Cambiaron su forma de entender la vida, cambiaron sus actitudes con respecto a los demás, su forma de pensar, de vivir y de actuar. El amor a Dios y al prójimo eran sentimientos y hechos constantes y normales en sus vidas. Actuaban en nombre de Jesucristo y con la fuerza de su Espíritu. Eran como hombres nuevos, renovados, ilusionados, llenos de esperanza. Su tristeza se transformó en alegría; su miedo en fuerza misionera. Se transformaron en apóstoles, en testigos. Esa es nuestra meta también: ser transformados por la gracia del Señor y por la fuerza del Espíritu Santo en apóstoles y testigos de su resurrección.

La Pascua de Cristo, el triunfo de Cristo, está llamado a prolongarse en la Iglesia y en el mundo, en cada persona y en la sociedad. Es un proceso de lucha contra el mal y de superación de la muerte. Es un proceso continuo de gracia divina y de esfuerzo nuestro para que la vida venza a la muerte, para que la paz derrote a la violencia, para que el perdón supere a la venganza, para que la alegría se imponga sobre la tristeza, para que la solidaridad prevalezca sobre el egoísmo y la injusticia, para que la esperanza supere el desencanto y la depresión. En esta lucha estamos, pues en este mundo hay todavía mucha muerte, muchas lágrimas y sufrimientos, mucho odio y violencia, mucho vacío y desesperanza, mucha tristeza y soledad. No olvidemos que, como cristianos, como partícipes de la resurrección, debemos ser sembradores de vida divina, de vida eterna, personas resucitadas, alegres, purificadas, esperanzadas, llenas del espíritu de Jesús, fermento de la nueva Humanidad. Cristo ha resucitado. Dios lo ha resucitado.

La Resurrección de Jesucristo es el misterio más importante de nuestra fe cristiana. En la Resurrección de Jesucristo está el centro de nuestra fe cristiana y de nuestra salvación. El sentido de la vida y de nuestra vida. Por eso, la celebración de la fiesta de la Resurrección de Jesucristo es la más grande del Año Litúrgico, pues si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe … y también nuestra esperanza. 

Y esto es así, porque Jesucristo no sólo ha resucitado El, sino que ha prometido que nos resucitará también a nosotros. “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá, y el que esté vivo y crea en mí, no morirá para siempre” (Jn 11,25-26). En efecto, la Sagrada Escritura nos dice que saldremos a una resurrección de vida … o a una resurrección de condenación, según hayan sido nuestras obras en la tierra, dignas de premio o de rechazo. Nosotros esperamos alcanzar la resurrección de vida definitiva por nuestra fe en Jesucristo.

La Resurrección de Jesucristo da respuesta a todas las preguntas relativas a lo que sucede después de la muerte, después de esta vida. Es decir: que seremos resucitados tal como Cristo resucitó y tal como Él lo tiene prometido a todo el que cumpla la voluntad del Padre. Su Resurrección es primicia de nuestra propia resurrección y de nuestra futura inmortalidad. “Si hemos muerto con Cristo, creemos también que viviremos con El” (Rom 6,8).

La vida de Jesucristo nos muestra el camino que hemos de recorrer todos nosotros para poder alcanzar esa promesa de nuestra resurrección. Su vida fue -y así debe ser la nuestra- de una total identificación de su voluntad con la Voluntad del Padre. Sólo así podremos dar el paso a la otra Vida, al cielo que Dios Padre nos tiene preparado desde toda la eternidad, donde estaremos en cuerpo y alma gloriosos, como está Jesucristo y como está su Madre, la Santísima Virgen María.

Y, cumplir la voluntad de Dios Padre, lleva consigo rechazar nuestra inclinación al pecado, nuestros vicios y nuestras faltas de virtud. Incluye también rechazar el apego a nuestros propios deseos y planes, a nuestras propias maneras de ver las cosas, a nuestras propias ideas, a nuestros propios razonamientos; es decir, a todo aquello que aun pareciendo lícito, no está en la línea de la voluntad de Dios para cada uno de nosotros.

La Resurrección de Cristo nos invita también a tener los pies fijos en la tierra, trabajando con amor y caridad por el bien integral de todas las personas, cuerpo y alma, y a tener, sobre todo, nuestra mirada fija en el cielo, pues esa es nuestra meta final. Así nos lo recuerda San Pablo: “Por tanto, si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre. Aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra”. Estas palabras nos recuerdan que hemos sido creados no solo para esta vida, aunque hay que vivirla, y con mucho amor todo el tiempo que Dios nos conceda, sino que nuestra meta está en el cielo, donde viviremos para siempre con Cristo resucitado y con un cuerpo glorioso como el suyo.

La resurrección de Cristo en los apóstoles

Sabemos que los apóstoles, en un primer momento, no fueron capaces de entender casi nada de la vida y de la muerte de Jesús, su Maestro. Jesús fue para ellos un Maestro poderoso en obras y palabras (Lc 24,19: Emaús). Pero, ni la vida ni la muerte de Jesús de Nazaret transformaron interior y radicalmente sus vidas. Les faltaba algo esencial: la experiencia personal de Cristo resucitado en su vida y la fuerza del Espíritu Santo.

Sin embargo, la experiencia y la toma de conciencia de la resurrección de Cristo produce en ellos un cambio impresionante. Podríamos decir que Cristo resucitado, y la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, cambió total y radicalmente sus vidas, su mentalidad, su modo de entenderlo todo, revoluciona sus actitudes. Gozo, alegría, paz interior, emoción, son algunos de los sentimientos que se dan siempre en las apariciones del Maestro después de su resurrección. Poco a poco, la reflexión y la experiencia serena y vivida de que Cristo había resucitado fue tomando fuerza en sus vidas.

Solamente el encuentro personal con Cristo resucitado provoca en ellos la fe, la convicción, la adhesión y la experiencia de su presencia viva y transformadora. En un primer momento no creen a las mujeres piadosas que les anuncian que han encontrado el sepulcro vacío. Tomás, el apóstol, no estaba presente cuando se les aparece el Maestro, y no cree tampoco la afirmación de los otros apóstoles de que Jesucristo había resucitado y estaba vivo. Jesús se hace presente de nuevo entre ellos con el fin de que Tomás crea y meta, si lo desea, sus dedos en las llagas y su mano en el costado herido y abierto por la lanza del soldado cuando estaba colgado del madero de la Cruz. Pero después de estas vacilaciones, los apóstoles, en la medida que se van encontrando y conviviendo a menudo con Cristo, creen en Él como Maestro y Señor.

Esta transformación que se da en la vida de los apóstoles es para nosotros como una llamada del Señor en estos días. Si queremos creer de verdad en Cristo resucitado necesitamos, como los apóstoles, estar con Jesucristo, pasar ratos con El, tener experiencia personal de Él, dejarnos resucitar y transformar por Él. Así aumentará nuestra fe y confianza segura en Él.

La fe de los apóstoles

Los apóstoles, cuando se encuentran con Cristo resucitado y experimentan la realidad de su presencia llena de vida y amor, creen que Dios lo ha resucitado, se convencen y creen que Jesús es el Señor que está sentado a la derecha del Padre por toda la eternidad, y que su Maestro es el Hijo de Dios y que ha resucitado, primicia de todos los que han muerto, para gloria del Padre. Su vida cambia entonces radicalmente. Desde ese momento y con la presencia en sus personas del Espíritu Santo y de sus dones, serán ya hombres y mujeres nuevos y testigos gozosos de la resurrección de Jesucristo. El Espíritu Santo llena sus vidas del “espíritu” de Cristo resucitado. Son hombres nuevos y evangelizadores.

Para los apóstoles, la resurrección de Cristo, significa la garantía y la certeza de su resurrección y de la nuestra. Se hace evidente de esta forma en el mundo, y más en concreto en los creyentes que forman la primera comunidad cristiana, la necesidad de un nuevo estilo de vida. Los apóstoles se transforman en testigos y misioneros de Jesucristo y serán los primeros en ofrendar su vida por la causa del Evangelio. Por Cristo resucitado, vale la pena morir. Esa fue su fuerza y su convicción. Desapareció su miedo pues Cristo estaba vivo. No les importaban ya los peligros, los sufrimientos, las contrariedades. Cuando son detenidos y apaleados por anunciar la buena nueva del Evangelio de Jesucristo, salen contentos de haber sido maltratados por el nombre de Cristo.

Los nuevos creyentes, los cristianos, los seguidores de Jesucristo, nuestro Dios y Señor, están seguros de que el Maestro vive y que está entre ellos. Esta certeza, esta seguridad les impulsa a vivir la vida de una manera nueva y diferente. No vivirán ya con temor y aislados, sino gozosos y en comunidad con los otros hermanos creyentes en Cristo resucitado. La presencia de Cristo vivo les impulsa a vivir en comunión con el Resucitado y a reunirse en el nombre de Cristo resucitado. Y esta comunión es la que les impulsa con gran fuerza, la fuerza del Espíritu de Jesús, del Espíritu Santo, a extender y desarrollar la comunidad del resucitado, la Iglesia.

La resurrección de Jesucristo es la Buena Noticia

Para el cristiano de entonces, como para el de hoy y para el del futuro, Cristo Resucitado es no solo una buena noticia, es la Buena Noticia. En la resurrección de Cristo se revela el misterio de cada hombre. “Y si Cristo no ha resucitado, vuestra fe carece de sentido y seguís aún hundidos en vuestros pecados” (1Cor 15,17). Pero Cristo ha resucitado y Él es la garantía de nuestra victoria, de nuestra salvación. “Cristo se ha convertido para todos los que lo obedecen en autor de salvación eterna” (Heb 5,8-10). 

Se puede decir, sin miedo, que la resurrección de Cristo adquiere dimensiones cósmicas, de tal forma que el futuro absoluto del mundo tiene sentido, está garantizado. Todo esto debe llevar al cristiano y a nosotros: sacerdotes, religiosos/as y laicos, a vivir la vida con optimismo y con gozo en medio de los acontecimientos del mundo y de nuestra sociedad por muy negativos que sean o puedan parecer.

Vivir la presencia de Jesús Resucitado

Una de las realidades más consoladoras y esperanzadoras para el cristiano, para el seguidor de Jesucristo, es contemplarlo muerto en la Cruz y Resucitado. Pasó por la Pasión, por la cruz y por la muerte, pero su triunfo definitivo con su resurrección es real, está patente y es consolador por lo que tiene de victoria sobre el pecado y la muerte, y por lo que tiene de salvación definitiva para nuestras vidas. Nuestra vida tiene que vivirse con la conciencia cierta de que Cristo ha resucitado. Él vive y está conmigo. Su presencia es viva y gozosa. El es el triunfador, él está entre nosotros como el que vive desde siempre y para siempre; el que nos dará la victoria definitiva sobre el pecado, el egoísmo y la muerte.

Su presencia entre nosotros, es como la presencia de Jesús con los discípulos después de la Resurrección: una presencia diferente a la que tenía antes de morir. Ahora vive resucitado, es Señor de vivos y muertos y signo visible de su poder y su gloria. Nuestra actitud debe ser la de mantenernos con los ojos y el corazón bien abiertos para saber descubrirle así en nuestra vida: resucitado, vencedor y salvador. Los momentos de oración, aunque sean breves, facilitarán este descubrimiento, no lo dudéis. Él se hará presente porque siempre toma la iniciativa, se hace el encontradizo o nos está esperando. “Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20). 

Esta presencia de Jesús en medio de nosotros se ha de vivir con gozo interior, con alegría reconocible. Hay que dar sensación, porque es real en nuestro interior, de alegría y de esperanza a todas nuestras tareas por muy difíciles o desagradables que humanamente puedan ser; tenemos que procurar que nuestra vida se empape y se impregne de esta experiencia de resurrección, que haga posible no solo que nuestras tareas sean gozosas y llenas de vida caritativa, sino que la vida de los que nos rodean se viva también como experiencia resucitadora. Es decir, hay que dar una visión esperanzadora de la vida y de que estamos viviendo confiados en las manos misericordiosas de Dios. 

Cristo ha resucitado. El pecado, la muerte, el mal, están vencidos. Su victoria y nuestra victoria es real y definitiva. Demos gracias a Dios.