+ Mons. D. Ángel Fernández Collado
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6 de abril de 2020
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]I[/fusion_dropcap]ntroducción
La Cuaresma, que comenzó a celebrarse a partir del siglo IV, es un tiempo litúrgico eminentemente de conversión que la Iglesia nos ofrece para prepararnos adecuadamente a celebrar, interiorizar y vivir en profundidad el gran acontecimiento cristiano de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, nuestro Salvador. Es un tiempo largo, cuarenta días, pero bendecido por numerosas gracias divinas que nos ayudarán a arrepentirnos de nuestros pecados e intentar, con la ayuda del Espíritu Santo, cambiar algunas actitudes y acciones nuestras, consiguiendo ser mejores y poder vivir más cerca de Jesucristo.
La Cuaresma comienza el Miércoles de Ceniza, con un signo externo penitencial: la recepción de la ceniza y con el uso del color morado en la liturgia, y termina antes de la Misa de la Cena del Señor del Jueves Santo. Es un tiempo de reflexión, de penitencia y de dolor ante los injustos y tremendos sufrimientos del Señor, de conversión espiritual, y un tiempo de preparación a la vivencia y celebración Misterio Pascual. A lo largo de este tiempo, sobre todo ayudados por la liturgia de los domingos cuaresmales, hacemos un esfuerzo por recuperar el ritmo y el estilo de verdaderos creyentes y del comportamiento que nos corresponde como hijos de Dios.
En la Cuaresma, Cristo nos invita a renovar nuestro estilo de vida, a cambiar comportamientos de vida cristiana relajados y desdibujados por otros de clara identidad, exigible a los seguidores de Jesucristo. La Iglesia nos invita a vivir la Cuaresma como un camino hacia Jesucristo, escuchando la Palabra de Dios, orando, compartiendo con el prójimo y haciendo obras buenas. Nos invita a vivir una serie de actitudes cristianas (oración, ayuno, limosna), que nos ayudan a parecernos más a Jesucristo pues, por acción negativa de nuestros pecados, nos alejamos más de Dios.
Por ello, la Cuaresma es el tiempo del perdón y de la reconciliación fraterna. Cada día, durante toda la vida, hemos de arrojar de nuestros corazones el odio, el rencor, la envidia, los celos que se oponen a nuestro amor a Dios y a los hermanos. En Cuaresma, aprendemos a conocer y apreciar la Cruz de Jesús. Con esto aprendemos también a tomar nuestra cruz con alegría para alcanzar la gloria de la resurrección.
La duración de la Cuaresma está basada en el símbolo del número cuarenta en la Biblia. En ésta, se habla de los cuarenta días del diluvio, de los cuarenta años de la marcha del pueblo judío por el desierto, de los cuarenta días de Moisés y de Elías en la montaña, de los cuarenta días que pasó Jesús en el desierto antes de comenzar su vida pública.
Sentido de la Cuaresma
La Cuaresma es un tiempo propicio para aprender a permanecer como María, la madre de Jesús y nuestra madre, y como el evangelista San Juan, el discípulo amado, junto a Jesucristo clavado en la cruz; junto a Aquel que en la Cruz consuma el sacrificio de su vida para salvación de toda la humanidad. Sus palabras son una llamada clara y exigente: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga” (Lc 9,23). Y la explicación del porqué y para qué es también clara y muy exigente: “Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito (a la muerte en la Cruz), para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).
“Me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20), escribirá San Pablo. Estas palabras deben producir en nosotros gozo y agradecimiento. “Me amó y se entregó a la muerte por mí” para que yo alcance un día la vida definitiva. Dirijamos en esta mañana nuestra mirada a Cristo crucificado que, muriendo en el Calvario nos ha revelado plenamente el amor de Dios. Miremos a Cristo crucificado e intensifiquemos nuestra preparación interior para celebrar con profundidad de fe los acontecimientos que celebraremos en Semana Santa.
Este camino cuaresmal nos tiene que llevar a identificarnos plenamente con las palabras de San Pablo, en la carta a los Filipenses: “Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos; … No es que ya lo haya conseguido o que ya sea perfecto: yo lo persigo, a ver si lo alcanzo como yo he sido alcanzado por Cristo. En todo caso, desde el punto a donde hemos llegado, avancemos unidos”(Flp. 3,8-12,16).
Si queremos alcanzar la meta, que es Jesucristo, también nosotros, como El, tenemos que poner nuestros ojos en Dios nuestro Padre y mantener una relación filial con él; darnos cuenta de que nos hemos alejado de la casa del Padre y volver a ella, como el hijo pródigo. Abramos nuestro corazón a la misericordia del Padre y experimentemos el gran amor que nos tiene a cada uno de nosotros como hijos suyos.
Inevitablemente, siguiendo los pasos de Cristo, esta mirada al Padre tiene que estar conducida y mantenida por la fuerza del Espíritu Santo. Dejémonos guiar por El, como Cristo. Es el Espíritu el que empuja fuertemente y mantiene en tensión filial la vida y misión de Jesús. Jesús es el hombre del Espíritu, estaba “lleno del Espíritu Santo”, actuaba siempre con la fuerza del Espíritu. Si de verdad aspiramos a identificarnos con Cristo y su misterio de salvación, debemos dejarnos conducir por el Espíritu; que sea él quien oriente nuestro caminar y nuestro peregrinaje cuaresmal.
La Cuaresma es creatividad, es esfuerzo por crecer en santidad un poco más; es rejuvenecerse espiritualmente; es avanzar en actitudes evangélicas; es abrirse a la gracia para identificarse cada día más con Cristo. La Cuaresma debe hacer crecer en nosotros el celo apostólico, el ardor misionero, la preocupación por la Iglesia y su misión, el deseo de santificación y salvación de todos en el Señor Jesús.
La Cuaresma es también camino de misericordia. Cristo es la imagen perfecta del Padre. En nuestro acercamiento a Jesús, descubrimos el corazón misericordioso de Dios. La conversión exige un cambio en el corazón. Un corazón de carne que sustituya al corazón de piedra, insensible, que tantas veces descubrimos en nosotros. Necesitamos un corazón forjado de ternura y benevolencia, un corazón grande y sensible, un corazón misericordioso, es decir, un corazón semejante al de Dios. El amor misericordioso es lo que define a Dios Padre y a Jesucristo. Cuando Moisés quiere conocer la gloria de Dios, es decir, su intimidad, su realidad más profunda y le pregunta por su nombre para comunicárselo al pueblo, Dios responde con unas palabras que son revelación de sí mismo: Yo soy “Yahveh, Dios clemente y misericordioso, lento a la ira y rico en bondad y fidelidad” (Ex. 34,5-7). Y un lugar concreto donde experimentar la compasión y la misericordia de Dios, la alegría del perdón, es el Sacramento de la Penitencia. Por eso la Iglesia nos invita en estos días a recibir el Sacramento del Perdón.
El misterio de la cruz de Cristo
La inminente celebración de la Semana Santa, la vivencia actualizada de los misterios de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, nuestro Señor, nos llevan a adentrarnos en el misterio de su cruz salvadora. Y la contemplación del rostro de Cristo nos lleva así a acercarnos al aspecto más profundo del misterio de nuestra salvación. Dios nos redime, nos salva, con la muerte de su Hijo en la cruz. “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo a la muerte en la cruz” (Jn 3,16). Misterio de amor ante el cual el ser humano ha de postrarse en adoración. Nunca acabaremos de conocer la profundidad este misterio del amor de Dios. Por ello, nuestra actitud no puede ser otra que la de mirarle agradecidos, admirados, mirar la cruz de Cristo y mirar a Cristo clavado en la cruz.
La cruz con Jesucristo se convierte, como decía san Pablo, en objeto de veneración y de gloria: “lejos de mí gloriarme si no es en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo” (Gal 6,14). En la cruz murió Cristo y, desde entonces, la cruz, todas las cruces, han quedado impregnadas de la presencia y de la santidad del Señor. La Cruz, signo de castigo y de muerte, se ha convertido en fuente de gracia. Pero no la cruz sola, desencarnada, sino con Cristo clavado en ella. Cristo no vino a destruir la cruz, sino a echarse en ella. Y, desde entonces, en todas las cruces hay algo de Cristo, algo de redención y de gracia, y mucho amor.
Quien se acerque a mirar a Cristo crucificado con veneración y fe, experimentará, como San Pablo, el misterio de la grandeza de la cruz y proclamará como él su excelencia: “nosotros predicamos a Cristo Jesús y a este muerto y crucificado”(1Cor 1,23).
¿Cómo podemos y debemos acercarnos a mirar la Cruz de Cristo?
Con una mirada arrepentida.Si él murió por nuestros pecados, algo tendrán que ver los nuestros en su dolorosa muerte. Decía San Pedro de Alcántara “Considera cómo el Señor fue clavado en la cruz y el dolor que padecería; nuestros pecados fueron la causa de que padeciese tantos y tan graves dolores”.También nos dice el profeta Isaías: “Eran nuestras dolencias las que él llevaba. Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas”(53,4-5).
Con una mirada agradecida.Si en sus heridas hemos sido curados, si basta mirar con fe esa cruz para quedar libres del pecado ¿cómo no bendecir y agradecer tanta bondad y tanta generosidad para con nosotros? Dios descargó sobre él todas nuestras culpas. Gracias Jesús por cargar con ellas. “Tú eres el cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo”.
Con una mirada compasiva.El arrepentimiento y el agradecimiento a Dios son necesarios, pero no son suficientes, pues estos sentimientos los pueden experimentar y expresar también extrañas a la fe cristiana. Nosotros, los amigos de Jesús, sus seguidores y discípulos, debemos dar un paso más: debemos acercarnos a Él con mirada compasiva. Se nos pide una compasión autentica, semejante a la del que padece con el otro, a la del que hace suya la pasión del otro, a la del que hace suya la enfermedad o la desgracia del otro, a la del que comulga con sus dolores y sentimientos. Es la experiencia que nos transmite con fuerza San Pablo cuando escribe: mi meta y mi gozo es “conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos, hasta hacerme semejante a él en su muerte” (Flp 3,10). Es lo que San Ignacio quería decir también con su frase: “dolor con Cristo dolorido”.
Con una mirada amorosa, enamorada.No basta una compasión que surge ante el sufrimiento o el dolor -que es algo bueno-, sino que hay que intentar llegar a una comunión en el amor. Hay que mirar a Cristo con amor, amándole. La Virgen María, siempre nuestro modelo más cercano y entrañable, es la imagen más expresiva de esta unión amorosa y compasiva con su hijo. Que ella nos ayude a mirarle así.
Experiencia de Jesús de abandono en las manos de Dios
Nunca acabaremos de conocer la profundidad del misterio del abandono de Jesús en la Cruz. Inminente la llegada de su muerte, Jesús grita desde la cruz: ¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?(Mc 15,34). Este es el grito desgarrador de Cristo en la Cruz. La experiencia interior de un abandono total, de la soledad más absoluta es un sufrimiento indescriptible, mucho más fuerte que todos los sufrimientos físicos. Cristo experimenta la soledad total. Cristo se siente abandonado de todos los suyos. Dolor en lo más hondo del alma, que con este grito misterioso en la cruz hace suya la lejanía de Dios de tantos hombres a causa del pecado. Jesús quiso compartir esa separación que el hijo pródigo había experimentado alejándose de la casa del padre, para desde ese alejamiento llevar al hijo pródigo, a todos nosotros, a la casa paterna.
Pero el misterio mayor es precisamente que cuando se siente abandonadopor el Padre, y asume ese dolor, y lo hace suyo, en ese momento renueva su abandono en las manos del Padre y experimenta su consuelo y su amor. Incluso en los momentos de máxima oscuridad, como este de su sufrimiento y abandono en la cruz, cuando todo parece que llega a su fin, Cristo exclama con fuerza: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46). Padre, me pongo en tus manos, en ti confío. Finalmente, sabiendo Jesús que había llegado el momento final con su muerte en la Cruz, exclamó: Todo está acabado. Todo se ha cumplido” (Jn 19,30). Misterio profundo en el que Jesús puede vivir a la vez la unión profunda con el Padre, y la agonía hasta el grito del abandono.
Con el grito de Jesús en la cruz nacía un mundo nuevo. El pecado era derrotado por la gracia y se producía la reconciliación del hombre con Dios. Fue, pues, un grito de sufrimiento y a la vez una expresión de amor. “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”(Jn 13,1). Los amó, nos amó, hasta el último suspiro. ¡Con qué fuerza pronunciaría Cristo este grito! Jesús sabía muy bien que no hay más que una llave que abre los corazones cerrados, y esa llave no es el reproche, no es el juicio, no son las amenazas, no es el miedo, no es la vergüenza. Es únicamente la llave del amor. Y este es el arma que él usó con nosotros. “Nos apremia el amor de Cristo, al pensar que uno murió por todos”. “Habiendo amado a los suyos los amó hasta el extremo”(Jn 13,1). “Me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20).
El misterio del perdón
Qué misterio el de Cristo crucificado, donde la Cruz se ha convertido en fuerza de Dios, sabiduría de Dios, victoria de Dios. Dios ha vencido sin dejar su debilidad, que es su misericordia con el hombre, más aún, llevándola al extremo. Él no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Dios manifiesta su omnipotencia con la misericordia y el perdón. Al grito “¡Crucifícalo!” (Mc 15,13), Cristo contesta con el grito “¡Padre, perdónalos!” (Lc 23,34). No hay en todo el mundo unas palabras tan significativas como éstas: “¡Padre, perdónalos!”. En ellas se encuentra encerrada toda la fuerza, la santidad y la grandeza de Dios.
La cruz es un poderoso “no” de Dios al pecado. Y la Cruz ha sido plantada, como árbol de vida, en medio de la plaza de la ciudad, en medio de la Iglesia y en medio del mundo, y ya nadie podrá arrancarla de allí o sustituirla por otros criterios. El sufrimiento de Jesucristo, libre y espontáneo, a los ojos del Padre es algo tan precioso que su respuesta es hacer a su Hijo el mayor regalo que podía hacerle: darle una multitud de hermanos; hacerlo, como dice la Carta a los Romanos, “primogénito de muchos hermanos” (8,29). No es por tanto que el Hijo pague una deuda al Padre, sino que es el Padre quien paga una deuda al Hijo por “haberles devuelto a todos los hijos que estaban dispersos”. En la cruz se encierra el misterio del perdón y la misericordia de Dios. Viendo la cruz nos resulta más fácil descubrir qué es el perdón, qué significa perdonar, porque es tan difícil hablar del perdón como vivirlo de verdad.
La cruz y el mandamiento nuevo del amor
Unas horas antes de su muerte, Jesús había proclamado el mandato del amor fraterno. Era como su testamento, su mandamiento, su ley: “Que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 13,34). Y a este mandato Jesús lo llama mandamiento nuevo, porque aporta tres novedades:
El amor al prójimo, al hermano, es la expresión del amor a Dios. El mandamiento nuevo de Jesús, el amor al prójimo como a uno mismo, hay que hacerlo vida, norma de vida ordinaria, pues mentimos si decimos que amamos a Dios, a quien no vemos, y no amamos al prójimo a quien vemos.
Los discípulos de Cristo, a la luz de su cruz salvadora y seguros desde la fe en su resurrección y victoria sobre la muerte y el pecado, tenemos que aprender a amar como él. Amar al prójimo no es solo un mandamiento, sino una necesidad vital. Sólo por el amor se distinguen los hijos de Dios de los hijos de las tinieblas.
María junto a la cruz del Señor
“Junto a la cruz de Jesús estaba María, su madre” (Jn 19,25-27). María se mantiene de pie en el Calvario, valiente y firme junto a la cruz de Jesús, junto al dolor, junto al sufrimiento, junto al abandono y la soledad. Ella es la Virgen de la Misericordia, la Madre de las angustias y de la soledad más profunda. María nos enseña a vivir y a dar un sentido cristiano a nuestras cruces y sufrimientos, a nuestras angustias, temores, enfermedades, contradicciones de la vida, y a ser, como ella y Jesucristo, misericordiosos, a perdonar y a estar muy cerca de los más necesitados y castigados por la vida.
Junto a la Cruz de Jesús estaba María, su madre. En el momento de máxima angustia y dolor de Jesucristo, cuando se encontraba clavado en la cruz, allí está María compartiendo su dolor, su silencio, su pena. María vive estos momentos con más cercanía y más profundidad que nadie: lo vive como madre; es su hijo quien muere en la cruz. María, sabe de dolor, de sufrimientos, de soledades. Ella es la madre dolorosa, la madre de las angustias, la madre de la misericordia.
Jesucristo experimentó la angustia de Getsemaní, la traición de Judas, la flagelación, las bofetadas, la corona de espinas, la negación de Pedro, el camino del calvario, la muerte en la cruz. También María bebió el cáliz de la pasión y lo bebió hasta el fondo, porque ella estuvo en Jerusalén, lo vio todo y estuvo presente en todo, hasta terminar junto a la cruz de su Hijo.
María se mantuvo siempre muy cerca de Jesús, no sólo en un sentido físico o geográfico, sino también en un sentido espiritual. Estaba unida a la cruz de Jesús, tenía el mismo sufrimiento, sufría con él. Sufría en su corazón lo mismo que el Hijo sufría en la carne. Se hicieron realidad para ella aquellas palabras proféticas de Simeón: “Una espada de dolor te atravesará el alma” (Lc 3,35). Y también las palabras que pusieron en sus labios tantos escritores sagrados: “Mirad si hay un dolor semejante a mi dolor; mirad si hay mayor desconsuelo”.
Jesús perdonó a todos desde la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). María comprendió que Dios quería que ella en su corazón de madre también perdonase, y perdonó. María se mantuvo junto a la cruz no con gritos y lamentos, sino en silencio. El silencio, el perdón y el amor son el mensaje de la cruz. El silencio guarda solo para Dios el perfume del sacrificio.
María y Jesús, madre e Hijo, estaban muy cerca. Jesús experimentó el dolor de ver sufrir a su madre, pero también la paz de su presencia. Y desde esa paz, llena de amor y consciente de su resurrección victoriosa por la fuerza de Dios, nos la dejó como madre: “Hijo, ahí tienes a tu madre” (Lc 19,26).
Que María nos ayude a entender y vivir desde la fe el misterio de la cruz, del dolor, del sufrimiento y a vivir en profundidad los misterios sagrados que celebramos en Semana Santa: la pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.