+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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17 de marzo de 2022

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“Tiempo favorable para la renovación personal y comunitaria 

que nos conduce hacia la Pascua”

 

Comienzo este Retiro de Cuaresma haciendo referencia al Mensaje que el Papa Francisco nos ofrece para vivir esta Cuaresma de 2022.

La Cuaresma es un tiempo favorable para la renovación personal y comunitaria que nos conduce hacia la Pascua de Jesucristo muerto y resucitado. Para nuestro camino cuaresmal de 2022 tomamos como apoyo e iluminación cristiana la exhortación de san Pablo a los Gálatas: «No nos cansemos de hacer el bien, porque, si no desfallecemos, cosecharemos los frutos a su debido tiempo. Por tanto, mientras tenemos la oportunidad (kairós), hagamos el bien a todos» (Ga 6,9-10a).   

En este pasaje el Apóstol evoca la imagen de la siembra y la cosecha, que a Jesús tanto le gustaba (cf. Mt 13). San Pablo nos habla de un kairós, un tiempo propicio para sembrar el bien con vistas a la cosecha. ¿Qué es para nosotros este tiempo favorable? Ciertamente, la Cuaresma es un tiempo favorable, pero también lo es toda nuestra existencia terrena, de la cual la Cuaresma es de alguna manera una imagen. La Cuaresma nos invita a la conversión, a cambiar de mentalidad, para que la verdad y la belleza de nuestra vida no radiquen tanto en el poseer cuanto en el dar, no estén tanto en el acumular cuanto en sembrar el bien y compartir. 

El primer agricultor es Dios mismo, que generosamente «sigue derramando en la humanidad semillas de bien» (Carta enc. Fratelli tutti, 54). Durante la Cuaresma estamos llamados a responder al don de Dios acogiendo su Palabra «viva y eficaz» (Hb 4,12). La escucha asidua de la Palabra de Dios nos hace madurar con docilidad y nos dispone a acoger su obra en nosotros (cf. St 1,21), que hace fecunda nuestra vida. Si esto ya es un motivo de alegría, aún más grande es la llamada a ser «colaboradores de Dios» (1 Co 3,9), utilizando bien el tiempo presente (cf. Ef 5,16) para sembrar también nosotros obrando el bien. Esta llamada a sembrar el bien no tenemos que verla como un peso, sino como una gracia con la que el Creador quiere que estemos activamente unidos a su magnanimidad fecunda. 

Un primer fruto del bien que sembramos lo tenemos en nosotros mismos y en nuestras relaciones cotidianas, incluso en los más pequeños gestos de bondad. En Dios no se pierde ningún acto de amor, por pequeño que sea, no se pierde ningún «cansancio generoso» (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 279). Al igual que el árbol se conoce por sus frutos (cf. Mt 7,16.20), una vida llena de obras buenas es luminosa (cf. Mt 5,14-16) y lleva el perfume de Cristo al mundo (cf. 2 Co 2,15). Servir a Dios, liberados del pecado, hace madurar frutos de santificación para la salvación de todos (cf. Rm 6,22). El fruto completo de nuestra vida y nuestras acciones es el «fruto para la vida eterna» (Jn 4,36), que será nuestro «tesoro en el cielo» (Lc 18,22; cf. 12,33). 

Frente a la amarga desilusión por tantos sueños rotos (planes pastorales, parroquia viva y evangelizadora, …), frente a la preocupación por los retos que nos conciernen, frente al desaliento por la pobreza de nuestros medios, tenemos la tentación de encerrarnos en el propio egoísmo individualista y refugiarnos en la indiferencia ante el sufrimiento de los demás. Sin embargo, Dios «da fuerzas a quien está cansado, acrecienta el vigor del que está exhausto. […] Los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, vuelan como las águilas; corren y no se fatigan, caminan y no se cansan» (Is 40,29.31). La Cuaresma nos llama a poner nuestra fe y nuestra esperanza en el Señor (cf. 1 P 1,21), porque sólo con los ojos fijos en Cristo resucitado (cf. Hb 12,2) podemos acoger la exhortación del Apóstol: «No nos cansemos de hacer el bien» (Ga 6,9). 

Nadie se salva solo, porque estamos todos en la misma barca en medio de las tempestades de la historia; pero, sobre todo, nadie se salva sin Dios, porque sólo el misterio pascual de Jesucristo nos concede vencer las oscuras aguas de la muerte.  

Si es verdad que toda nuestra vida es un tiempo para sembrar el bien, aprovechemos especialmente esta Cuaresma para cuidar a quienes tenemos cerca, para hacernos prójimos de aquellos hermanos y hermanas que están heridos en el camino de la vida (cf. Lc 10,25-37). La Cuaresma es un tiempo propicio para buscar —y no evitar— a quien está necesitado; para llamar —y no ignorar— a quien desea ser escuchado y recibir una buena palabra; para visitar —y no abandonar— a quien sufre la soledad. Pongamos en práctica la llamada a hacer el bien a todos, tomándonos tiempo para amar a los más pequeños e indefensos, a los ancianos, enfermos e impedidos, a los abandonados y despreciados por la sociedad, a quienes son discriminados y marginados (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 193).  

Para adentrarnos un poco más en este Retiro cuaresmal, centramos ahora nuestra atención en el amor que Dios nos tiene y cómo nos está mirando. Su mirada está llena siempre de amor por nosotros.

El Retiro es una experiencia de encuentro con Dios. Con un Dios que con amor nos ha traído hasta aquí y con amor nos está esperando para un diálogo de amor. Es normal que en nuestro diálogo con el Señor afloren muchas de las cosas que nos ocupan y nos preocupan. Pero lo han de hacer en ese contexto de diálogo con Dios y no en un darnos vueltas a nosotros mismos. El Retiro es un tiempo de diálogo con El. 

El Retiro nos facilita el encuentro personal con el Señor, que deseamos que se produzca. Nos puede ayudar a vivir en profundidad este Retiro la contemplación de la escena evangélica del encuentro de Zaqueo con Jesús (Lucas 19,1-10). “Zaqueo… trataba de ver quién era Jesús” (Lucas 19, 3).

El evangelista hace notar el deseo del aquel hombre por ver a Jesús, por encontrarse con él. Pero también hace notar las dificultades para ese encuentro: “no lo lograba a causa del gentío, porque era pequeño de estatura” (Lc 19,3). Nos encontramos con una doble dificultad que experimenta Zaqueo: su propia dificultad al ser bajo de estatura y la dificultad externa que le supone el que hay mucha gente y que, por el contexto de la escena, parece que la gente no le daba facilidades a Zaqueo, que no sería muy popular entre sus paisanos, para que pudiera ponerse en primera fila. Sin embargo, en Zaqueo, ¡y eso es lo admirable! su deseo pasa por encima de sus dificultades en un gesto sorprendente en una persona de su condición: “se subió a un sicómoro”. Un gesto sorprendente, valiente incluso, que manifiesta la fuerza del deseo de Zaqueo y que Jesús valoró en su justa medida: “Jesús… levantó los ojos y le dijo: Zaqueo, date prisa y baja, porque hoy quiero estar contigo en tu casa” (Lc 19, 5).

Actualicemos, con la misma intensidad de deseo que Zaqueo, el deseo de ver a Jesús y estar con Él. Por eso nos encontramos aquí. Pero, al igual que él, podemos sentir dificultades que chocan contra nuestro deseo. Dificultades interiores que tienen que ver con nuestro estado o situación personal o espiritual y también dificultades exteriores que tienen que ver con agobios, problemas, preocupaciones que se ponen por delante de nuestro deseo.

El texto evangélico de Zaqueo es una invitación a hacer ese esfuerzo que él hizo para que nuestro deseo pase por encima de nuestras dificultades. Eso nos puede pedir algún esfuerzo concreto. Vale la pena hacerlo: si lo hacemos escucharemos en nuestro corazón y en nuestra vida las mismas palabras que Zaqueo escuchó: “Hoy ha llegado la salvación de esta casa” (Lc 19, 9).

Después de la experiencia del encuentro personal con Cristo, que ha entrado en nuestra casa y se ha sentado a nuestra mesa, surge en nosotros el deseo de “agradecer y alabar a Dios”, de “reconocerlo como el Señor de nuestra vida”, y de “servirle” con entrega generosa y decidida en el ministerio sacerdotal recibido. Son tres verbos que proponen tres actitudes fundamentales en la relación de la persona humana con Dios: “agradecer y alabar”, “reconocer”, y “servir”. Tres actitudes que debieran ser las actitudes esenciales de nuestro día a día con Dios. ¿Qué contenido les damos cada uno de nosotros en nuestra vida? ¿Qué significa para nosotros «agradecer, alabar a Dios», “reconocerlo como el Señor de nuestra vida», «servir a Dios»? ¿Vivimos desde esas actitudes fundamentales?

Algunas sugerencias sobre cada una de ellas:

Alabar es reconocer no sólo con los labios sino desde lo hondo del corazón la bondad de Dios, una bondad que se pone de manifiesto día a día en los múltiples beneficios que recibimos de Él, comenzando por el don mismo de la vida y de su presencia providente en nuestra vida. Alabar es manifestar agradecimiento. Aún más: alabar es vivir desde el agradecimiento, hacer del agradecimiento una actitud fundante y constante en nuestra vida.

Pareciera que esta debiera ser una actitud evidente y fácil, supuesto que es mucho lo que Dios nos da cada día. Sin embargo, la vida nos enseña que muchas veces no es fácil vivir en el agradecimiento; muchas veces nos pesan más las dificultades, los contratiempos, los fracasos y por ello, con alguna frecuencia, el tono vital interior y el de nuestras conversaciones es más bien el tono de la queja y el lamento. Es una pena cuando eso sucede porque agradecer es una dinámica de vida y fecundidad y la queja y el lamento son estériles.

Hay un secreto para vivir, pese a todo y siempre, en el agradecimiento. Es el que nos revela el capítulo 11 del evangelio de San Mateo. El centro de este capítulo es el versículo 25: “Te doy gracias Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a la gente sencilla”. Jesús alaba a su Padre por ser como es. Jesús alaba al Padre no por ningún logro o éxito personal, sino porque es como es y porque en medio de la dificultad le ha manifestado su ser.

Vivir en una actitud de agradecimiento de fondo, como actitud vital, sólo es posible si nuestra mirada es una mirada centrada en Dios y no en nosotros mismos. Centrados en nosotros mismos vamos a encontrarnos siempre con limitaciones, debilidades y fracasos y entonces con frecuencia nos asaltará la tentación de la queja a Dios y del reproche a los demás. 

b) “Reconocer” a Dios nuestro Señor.

Es importante reconocer a Dios como el Señor de nuestra vida. Y si reconocemos a Dios como Señor de nuestra vida la consecuencia primera y lógica es que aceptamos que su voluntad es lo decisivo en nuestra vida. Unidos a Jesús proclamamos que no vivimos “para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado” (Jn 6, 38).

Cada día de nuestra vida presenta sus desafíos, grandes o pequeños, y cada día de nuestra vida tenemos que tomar decisiones ante ellos. Decisiones de mayor o menor trascendencia según el caso, pero decisiones en las que nos jugamos esa fidelidad de fondo a la voluntad de Dios. Así nos lo advierte el evangelio: «¿por qué me llamáis: ¡Señor, Señor!, y no hacéis lo que os digo?» (Lc 6, 46). La fidelidad de fondo nos la jugamos en las fidelidades cotidianas: ellas la afianzan como casa construida sobre roca, o la debilitan como casa construida sobre arena.

c) “Servir” a Dios Nuestro Señor.

Servir es una palabra clave en el Evangelio. “Porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45), “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve” (Lc 22, 27). Servir» a Dios es una de las tres actitudes fundamentales en la vida y en la relación entre el hombre y Dios.

Servir no es simplemente hacer cosas y, en consecuencia, sirve mucho quien hace mucho. El servicio de qué habla el evangelio, no es hacer la cosas de cualquier manera, sino hacerlas al modo de Jesús: ese modo que sintetiza tan hondamente el capítulo 13 del evangelio de San Juan: “Se levantó de la cena, se quitó el manto y tomando una toalla se la ciñó; luego echó agua en la jofaina y se puso a lavar los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido» (Jn 13, 4-5).

Hay dos movimientos de Jesús en estos breves versículos que conviene tener presentes. El primero, levantarse de la mesa, es decir, abandonar el puesto central y principal; el segundo, ponerse a los pies de los discípulos, que es lo que posibilita el lavárselos. La dinámica del servicio a Dios y a nuestros hermanos es una dinámica de dejar de ser nosotros el centro de nosotros mismos y de ponernos a escuchar y responder al deseo de Dios y a las necesidades de nuestros hermanos. 

La Cuaresma es también un tiempo para acercarnos más a Dios y reconocer la grandeza de su ser, pues es misericordia y perdón; un tiempo para tomar conciencia de la misericordia de Dios en mi vida; y un tiempo para agradecer tanta misericordia recibida. Dios es rico en misericordia, nos recuerda la carta a los Efesios (Ef 2,4). Es reconfortante recordar las veces en que Dios ha tenido misericordia de mí. Es muy constructivo interiormente detenerse unos momentos y dar gracias por la historia de misericordia que Dios ha tenido de mí a lo largo de mi vida y ministerio sacerdotal. 

La Parábola del Hijo pródigo, o del Padre bueno, nos ayuda a mirar el corazón de Dios, nuestro Padre, que es rico en misericordia. La parábola es una mirada al corazón de ese Padre misericordioso, a ese corazón desbordante en misericordia. Jesús, el que conoce al Padre (Jn 10, 15), nos ha dejado en el evangelio palabras preciosas que nos permiten adentrarnos en ese corazón misericordioso. De entre todas ellas, nos fijarnos en la parábola del Padre con dos hijos que aparece en evangelio de san Lucas (Lc15, 11-32).

Se levantó y vino adonde estaba su Padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos”.

El hijo que vuelve está aún distante no sólo en sentido geográfico, sino vital, Vuelve a casa por necesidad, seguramente con interrogantes y miedo respecto al modo como será recibido y preparando un discurso que propicie que el padre no le rechace al menos como jornalero. Aún no ha descubierto la infinita misericordia del padre, ni la sospecha.

El padre lo divisa de lejos. Eso es posible porque ha abandonado la comodidad de la casa y ha salido a la intemperie del camino movido por la esperanza y el deseo de que el hijo vuelva. Seguramente, desde el día siguiente al que se fue. Y cuando lo ve llegar, no es el hijo el que acelera el paso: sigue con su paso temeroso y acomplejado, es el Padre el que acelera el paso, lleno de alegría por tener de nuevo al hijo en casa. Y en la acogida del Padre no hay discurso, ni reproche, ni ajuste de cuentas sino los gestos apasionados del amor, el abrazo y el beso.

Cada vez que pecamos somos nosotros los que preferimos otras cosas, otros lugares y otros proyectos a la casa del Padre. Y cada vez que volvemos a casa desde la decepción o el fracaso nos encontramos con la acogida de quien ya desde el primer momento ha salido al camino esperando nuestra vuelta. Así vamos aprendiendo, golpe a golpe, el significado de que Dios es misericordioso.

En este contexto de reflexión sobre la historia de nuestro pecado y de la misericordia de Dios con nosotros, sentimos la necesidad de “mirar a Cristo crucificado”, de cruzar nuestras miradas. Descubrimos en El la voluntad salvadora de Dios sobre el género humano, sobre cada uno de nosotros. 

Imaginando que tenemos delante a Jesús clavado en la cruz iniciemos un diálogo de amigos, recordando como de Creador ha venido a hacerse hombre, de Dios eterno a morir como hombre con muerte temporal, y así morir por mis pecados. Como sacerdotes podemos preguntarnos ¿qué he hecho y estoy haciendo por Jesucristo? ¿qué debo hacer por Él?

Mirar a la cara y dejarse mirar es siempre una invitación a la sinceridad en la relación entre dos personas. Mirar a la cara al Crucificado y dejarnos mirar por Él es una invitación a descubrir la grandeza de su amor por nosotros y a reconocer los límites de nuestra respuesta a ese amor. No es una mirada fácil, pero es una mirada necesaria si queremos vivir con autenticidad como sacerdotes de su Iglesia. De esa mirada sostenida, quizá vacía de palabras, pero llena de sentimiento, nacen dos sentimientos: un sentimiento de profundo y hondo agradecimiento por tanta misericordia recibida y una voluntad de entrega amorosa que nos dispone a dar la vida por Cristo y por nuestros hermanos.

Termino esta reflexión cuaresmal invitándoos a través un texto del evangelista Mateo (14, 22-33) a mantener el ánimo, a no tener miedo a la realidad que nos rodea, a nuestros fallos y desánimos pastorales, pues Jesús nos ama y camina junto a nosotros en el servicio a su Iglesia y a los hermanos: “Ánimo, soy yo, no tengáis miedo”.

 El texto de san Mateo nos muestra la escena en la que los discípulos se ven sorprendidos por una tormenta mientras navegan por el lago y Jesús se acerca a ellos caminando sobre el agua. Antes de que Jesús suba a la barca y calme el viento, el evangelista narra un diálogo entre Jesús y Pedro, que ha comenzado a caminar sobre el agua por indicación de Jesús hasta que empieza a dudar y a hundirse y entonces es sostenido por la mano del Maestro, que le reprende por su falta de fe. Recordemos las palabras de Jesús:

1) “No tengáis miedo” 

La invitación a no temer es una de las más frecuentes a lo largo de toda la Sagrada Escritura. Ciertamente, en muchas ocasiones, sentimos miedo, cansancio, estamos desanimados. La persona humana tiene miedo. Miedo de muchas cosas: fenómenos naturales adversos, lo desconocido, el dolor, la enfermedad, al sufrimiento, la muerte; miedo al fracaso, al descrédito, a la humillación, al menosprecio; el miedo a aquello que nos sobrepasa o a aquello que no podemos controlar; miedo a que se desvele esto o aquello que mantenemos oculto y que nos puede comprometer, etc… La lista de miedos es interminable. 

Pero, no todos los miedos son iguales: hay miedos que son, por decirlo de algún modo, naturales y otros que son, también diríamos, enfermizos: que responden a patologías psicológicas o espirituales. Hay miedos que son, más o menos, razonables y otros que no lo son. Hay miedos que nacen de dentro y otros que son inducidos desde fuera. Parecería a primera vista que el miedo de los discípulos en esta escena es bastante natural, lógico o razonable: pues “la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario”.

 “Los discípulos se asustaron y gritaron de miedo diciendo que era un fantasma”. El miedo hace ver fantasmas donde no los hay, el miedo deforma la percepción de la realidad y hace perder los estribos y la serenidad. Y ambas cosas hacen a la persona más débil. Todos tenemos nuestros miedos. La palabra de Jesús a Pedro es concreta: “¿por qué has dudado?», que es algo así como decir «¿tiene sentido tu miedo?», ¿acabas de ser testigo de la multiplicación de los panes y los peces y tienes miedo? “Le trajeron todos los enfermos. Le pedían tocar siquiera la orla de su manto. Y cuantos la tocaban quedaban curados» (35-36). ¿Qué sentido tiene en este contexto tener miedo?

2) “Soy Yo

Estas sencillas dos palabras de Jesús “soy Yo”, son una invitación a vencer nuestros miedos mirándole a Él siempre presente. El peligro del miedo no es el simple hecho de tenerlo, sino que le demos tal protagonismo que nos oculte la imagen de Jesús hasta pensar que ha desaparecido. Tener miedo es una cosa: vivir desde el miedo o decidir desde el miedo es otra y muy nociva. Dicen los exégetas que Pedro no teme porque se hunde, sino que se hunde porque teme: “le entró miedo, empezó a hundirse”. Mientras tengamos la mirada puesta en Jesús seremos capaces de caminar por encima del agua de nuestros miedos. Contra el miedo la confianza. Se trata de confiar en Aquel que nos amó hasta el extremo y cuyas palabras de despedida fueron. “yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 20). 

Tener miedo es normal, pero la llamada es a no perder la mirada en el Señor cuando el miedo empieza a podernos. Pedimos hoy al Señor la gracia de una confianza firme y sólida en Él, más allá de toda dificultad y de todo miedo.

Que este tiempo de cuaresma nos ayude a volver a enfocar nuestras vidas y las de los fieles que el Señor nos ha encomendado, para que, cogidos de la mano de la Virgen María, lleguemos sin miedo a la Pascua.

 

Ángel Fernández Collado

Obispo de Albacete