+ Mons. D. Ángel Fernández Collado
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17 de febrero de 2021
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]I[/fusion_dropcap]ntroducción. Mensaje del Papa Francisco sobre la Cuaresma
El papa Francisco, como lo hicieron otros Papas, cuando se acerca el tiempo litúrgico de la Cuaresma, acostumbra a enviar un Mensaje a todos los cristianos, motivando su vivencia cristiana. Al comenzar este Retiro Espiritual hago presentes algunos “sentimientos” del papa Francisco expresados en este mensaje.
Fortalecer la fe, la esperanza y la caridad.En este tiempo de Cuaresma y de conversión es preciso que renovemos nuestra fe y saciemos nuestra sed con el “agua viva” de la esperanza, y que recibamos con el corazón abierto el amor de Dios que nos convierte en hermanos y hermanas en Cristo. El itinerario de la Cuaresma, al igual que todo camino cristiano, ya está bajo la luz de la Resurrección, que anima los sentimientos, las actitudes y las decisiones de quien desea seguir a Cristo. La Cuaresma, a la luz de la Resurrección de Jesucristo, fortalece en nosotros la fe, la esperanza y la caridad.
La conversión a la que somos llamados en este tiempo cuaresmal es propiciada por la práctica del ayuno, la oración y la limosna. El ayuno, la oración y la limosna, tal como los presenta Jesús en su predicación (Mt 6,1-18), son las condiciones y la expresión de nuestra conversión. La vía de la pobreza y de la privación (el ayuno), la mirada y los gestos de amor hacia el hombre herido (la limosna) y el diálogo filial con el Padre (la oración) nos favorecen encarnar en nuestra vida una fe sincera, una esperanza viva y una caridad operante.
Importancia de la Palabra de Dios y del ayuno para avanzar en el proceso de nuestra conversión. En este tiempo de Cuaresma, acoger y vivir la Verdad que se manifestó en Jesucristo, significa ante todo dejarse alcanzar por la Palabra de Dios. El ayuno vivido como experiencia de privación, para quienes lo viven con sencillez de corazón, lleva a descubrir de nuevo el don de Dios y a comprender nuestra realidad de criaturas. Haciendo la experiencia de una pobreza aceptada, quien ayuna se hace pobre con los pobres y “acumula” la riqueza del amor recibido y compartido.
La Cuaresma es un tiempo para creer, para recibir a Dios en nuestra vida y permitirle “poner su morada en nosotros” (Jn 14,23). Ayunar significa liberar nuestra existencia de todo lo que estorba, para abrir las puertas de nuestro corazón a Aquel que viene a nosotros pobre de todo, pero «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14): el Hijo de Dios, nuestro Salvador.
La Cuaresma hace surgir y crecer en nosotros la virtud de la esperanza, como “agua viva”, como Espíritu Santo, que nos ayuda a continuar nuestro camino. Jesús ya anuncia la esperanza, cuando dice: «Y al tercer día resucitará» (Mt 20,19). Jesús nos habla del futuro que la misericordia del Padre ha abierto de par en par. Esperar con Él y gracias a Él quiere decir creer que la historia no termina con nuestros errores, nuestras violencias e injusticias, ni con el pecado que crucifica al Amor. Esperanza significa saciarnos del perdón del Padre, de su corazón abierto y lleno de misericordia.
El tiempo de Cuaresma está hecho para esperar, para volver a dirigir la mirada a la paciencia de Dios, que sigue cuidando de su Creación y de sus criaturas. Llamados a la conversión, nos acercamos al sacramento de la Confesión. Al recibirlo agradecidos, nos convertimos en testigos y difusores del perdón. Al haberlo acogido, nosotros podemos ofrecerlo.
En el recogimiento y el silencio de la oración se nos da la esperanza como inspiración y luz interior que ilumina los desafíos y las decisiones de nuestra misión: por esto es fundamental recogerse en oración (Mt 6,6) y encontrar, en la intimidad, al Dios de la ternura y la misericordia.
“Hay que vivir la Cuaresma desde la esperanza”. Esto significa sentir que, en Jesucristo, somos testigos de un tiempo nuevo, en el que Dios “hace nuevas todas las cosas” (Ap 21,1-6). Significa recibir la esperanza de Cristo que entrega su vida en la cruz y que Dios-Padre lo resucita al tercer día. Significa, en palabras de san Pedro, estar “dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza” (1P 3,15).
“Hay que vivir la Cuaresma desde la Caridad, pues es la expresión más alta de nuestra fe y de nuestra esperanza”. La caridad se alegra de ver que el otro crece, madura, se santifica. La caridad es el impulso del corazón que nos hace salir de nosotros mismos y que suscita el vínculo de la cooperación y de la comunión. La caridad da sentido a nuestra vida. Lo poco que tenemos, si lo compartimos con amor, no se acaba nunca, sino que se transforma en una reserva de vida y de felicidad.
Esta llamada a vivir la Cuaresma como camino de conversión y oración, y para compartir nuestros bienes, nos ayuda a reconsiderar, en nuestra memoria comunitaria y personal, la fe que viene de Cristo vivo, la esperanza animada por el soplo del Espíritu y el amor, cuya fuente inagotable es el corazón misericordioso del Padre.
Hasta aquí esta breve reflexión, a modo de Introducción, sobre los sentimientos expresados por el papa Francisco en su carta pastoral sobre la Cuaresma.
1.- Sentido de la Cuaresma
La Cuaresma es un tiempo litúrgico de conversión que la Iglesia nos ofrece para prepararnos adecuadamente a celebrar, interiorizar y vivir en profundidad el gran acontecimiento cristiano de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, nuestro Salvador. Es un tiempo bendecido por numerosas gracias divinas que nos ayudarán a arrepentirnos de nuestros pecados e intentar, con la ayuda del Espíritu Santo, cambiar algunas de nuestras actitudes y acciones negativas, para conseguir ser mejores y vivir más cerca de Dios.
La conversión exige un cambio en el corazón. Un corazón de carne, con sentimientos, que sustituya al corazón insensible que tantas veces descubrimos en nosotros. Necesitamos un corazón desbordante de ternura y benevolencia, un corazón grande y sensible, un corazón misericordioso, un corazón semejante al de Dios.
En la Cuaresma, Cristo nos invita a renovar nuestro estilo de vida, a cambiar comportamientos de vida cristiana relajados y desdibujados por otros de clara identidad, exigible a los seguidores de Jesucristo. La Iglesia nos invita a vivir la Cuaresma acercándonos cada vez más a Jesucristo, escuchando la Palabra de Dios, orando, compartiendo con el prójimo y haciendo obras buenas. Nos invita a intensificar especialmente la oración, el ayuno y la limosna, pues nos ayudan a parecernos más a Jesucristo; nos invita a rechazar las tentaciones y a crecer en vida cristiana y santidad. Por ello, la Cuaresma es el tiempo del perdón y de la reconciliación fraterna.
Si queremos alcanzar la meta, que no es otra sino Jesucristo, también nosotros, como El, tenemos que poner nuestros ojos en Dios nuestro Padre y mantener una relación filial con él; tenemos que aceptar que nos hemos alejado de la casa del Padre y necesitamos volver a ella, como el hijo pródigo. Abramos nuestro corazón a la misericordia del Padre y experimentemos gozosos el gran amor que nos tiene, como hijos suyos.
La Cuaresma es un esfuerzo piadoso e interior por crecer en santidad; es un impulso para rejuvenecerse espiritualmente; es avanzar en actitudes evangélicas; es abrirse a la gracia divina para identificarse cada día más con Jesucristo. La Cuaresma debe hacer crecer en nosotros el celo apostólico, el ardor misionero, la preocupación por la Iglesia y su misión, el deseo de santificación y salvación de todos en el Señor Jesús.
2.- Hemos conocido el amor
Hemos conocido el amor. Esta es nuestra experiencia y nuestra gozosa verdad.Por la Revelación hemos conocido que la más profunda verdad del Evangelio es que Dios es Amor, un amor misericordioso. En la Encarnación, Dios ha revelado su rostro: Jesucristo. Dios nos ha hablado en Jesús. Con él, la Palabra eterna ha entrado en el espacio y en el tiempo. En Jesucristo hemos conocido que Dios es Amor y que este amor y misericordia, lejos de ser un atributo más de Él, es su atributo principal, su más pura esencia. Dios es, esencialmente, amor, misericordia y perdón. La misericordia es la razón por la que Dios ha venido a nuestro encuentro. Dios ha querido salir de sí mismo por puro amor. De ahí que la misericordia no sea una mera virtud o un concepto moral, sino algo teológico. Pertenece al ser de Dios. Comprender a Dios así, nos llevará a comprendernos también a nosotros mismos desde esa misma clave. Amor, misericordia y perdón. Como hijos de Dios por el Bautismo, tenemos que parecernos a nuestro Padre del cielo, que es amor, misericordia y perdón. A la luz de esta verdad de la Iglesia y de nuestra experiencia personal, nuestros ministerios y carismas particulares, adquieren un color especial y específico: el del servicio y el del amor al prójimo.
Esta misericordia, perdón y amor de Dios son atributos divinos y así los entendemos. Dios es así, y así se expresa con nosotros, ofreciéndonos su misericordia, su perdón y su amor. Esta debe ser también nuestra experiencia y la expresión de la presencia de Dios en nuestras vidas, relaciones y trabajos pastorales.
Esta realidad del ser de Dios la conocemos de cerca, por propia experiencia. Por eso podemos hablar de ella con gozo y anunciarla con entusiasmo. Dios es misericordia, perdón y amor. Es algo que sentimos como muy propio. Lo conocemos, no solo de oídas, sino por experiencia personal y cercanía divina.
Nuestra vocación al conocimiento, seguimiento e imitación de Jesucristo, nació de un encuentro con ese Amor misericordioso de Dios manifestado en Jesucristo. Es lo más grande que tenemos, lo más importante. Nuestro ser sacerdotes, diáconos, consagrados, laicos comprometidos, apóstoles, discípulos, misioneros, evangelizadores e imitadores de Jesucristo, encuentra ahí su razón de ser más profunda. Con unas motivaciones más o menos claras, un día nos vimos seducidos por su infinito amor y dijimos Sí a su llamada y a colaborar en la misión evangelizadora de la Iglesia. Este amor fiel, en respuesta a su Amor eterno, a pesar de los pecados y las caídas, ha sido para nosotros la experiencia más genuina y más verdadera que sigue perdurando en nosotros y que sostiene nuestra vida cristiana y apostólica.
Hemos conocido el amor y la ternura de Dios. No tengamos miedo en reconocerlo. No es algo que debamos ocultar, todo lo contrario. Un día conocimos por experiencia a ese Dios infinitamente grandioso, “enamorado de nuestra pequeñez”. Un día nos llamó amigos, nos invitó a seguirle y nos hizo comprender que contaba con nosotros, que éramos importantes para él. Es la experiencia fundante en la que todos nosotros nos reconocemos. Es la experiencia profunda y básica de haber sentido, de una manera especial, cada uno conocerá la suya, la ternura de Dios, su amor “entrañable” e “inmerecido”, aun con nuestros pecados o alejamientos. Quizá se nos manifestó como amistad cercana y compañía en medio de una dificultad, o en un momento de cansancio apostólico. Lo cierto es que, al haber experimentado el amor y la misericordia de Dios en nosotros, un amor tan grande, hizo que nuestra vida, desde entonces, tomara otra dirección y se orientara hacia nuevos horizontes.
3.- Hemos sido transformados por el amor
Hemos sido transformados por el amor. Podemos decir: hemos conocido el amor, hemos puesto en El nuestro ideal. He conocido el amor de Dios y éste me ha transformado. Desde entonces deseamos en lo profundo de nuestro ser que esta ternura que se ha hecho cargo de nuestra pequeñez no nos abandone nunca; deseamos que el Señor no nos aparte nunca de su lado, que nunca nos dé por perdidos (como hizo con aquella oveja desorientada, que nos relata la parábola del Evangelio), que siempre nos deje sentir su presencia cercana. Necesitamos volver una y otra vez a sentir ese amor entrañable, que es como el de un padre o una madre, que nos acompaña siempre y especialmente en los momentos difíciles, en nuestras noches oscuras, en nuestras tentaciones, en la prueba de la enfermedad o en la hora de la muerte. Siempre esperamos esa ternura divina expresada como amor y misericordia. Nos sucede como al hijo pródigo de la parábola: aunque sabe que no ha actuado bien, confía en el perdón inmerecido y siempre grande del corazón de su buen Padre. Quiere volver a casa porque confía en que el Padre le estará esperando. El amor infinito que descubrimos en Dios, nos sitúa en una nueva perspectiva.
Es bueno que hoy nos preguntemos sobre la temperatura que tiene ese fuego de amor divino en nosotros; si está vivo o apagado, o si está como una brasa bajo las cenizas esperando que alguien lo avive. El pueblo de Dios, que tiene buen olfato, distingue perfectamente cuándo un sacerdote, un diácono, un consagrado/a o un apóstol seglar tiene el fuego apostólico vivo, medio vivo, o apagado. El pueblo cristiano se da cuenta enseguida si está ante un enamorado de Dios o no. Todos, como miembros de Iglesia, debemos ser un signo y un instrumento de Aquel que es el verdaderamente importante Jesucristo. Aquel en quien hemos descubierto el verdadero rostro del Padre.
Afirmar y aceptar desde la fe que Dios es Amor, Misericordia y Perdón, conlleva una evidente consecuencia apostólica. Tenemos que transmitir esta experiencia gozosa que estamos viviendo y en la que creemos vivamente. Dios, que para nosotros lo es todo, debe ser conocido y amado. Es una convicción: cuando el fuego está vivo, quiere comunicarse, expandirse. Cuando estamos “enamorados de Jesucristo”, se nos nota.
4.- Testigos de un amor concreto y real
Testigos de un amor concreto y real. La misericordia no es una teoría. La misericordia es una práctica, un comportamiento, una expresión concreta del amor. Nuestro Dios, suele decir el papa Francisco, no es una idea en nebulosa, no es un Dios etéreo. Nuestro Dios es un Dios que se ha hecho “carne”, que ha tomado la realidad tal cual es, para transformarla desde dentro.
La fe cristiana no sólo es un conocimiento para conservar en la memoria, sino una verdad que hay que vivir en el amor. Y, vivir en el amor aquello que conservamos en la memoria significa, para nosotros, traducir en la práctica y en lo concreto ese amor hecho misericordia y caridad. La insistencia del papa Francisco en las Obras de misericordia, tanto las corporales como las espirituales van en esta línea. “Visitar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino, vestir al desnudo, visitar a los presos, enterrar a los difuntos. Enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita, corregir al que se equivoca, perdonar al que nos ofende, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos del prójimo, rezar a Dios por los vivos y por los difuntos”.
El amor de Dios es un amor concreto. La misericordia recibida de Dios tiende a proyectarse en obras, gestos y signos concretos. Querer vivir y tener presentes las Obras de Misericordia nos acercan a los pobres y nos dan una visión diferente de la realidad.
Cuando conocemos de verdad la realidad y nos empeñamos en el amor concreto, desaparecen en nosotros muchos prejuicios e ideologías. El rostro del que sufre, cuando lo miramos a través de los ojos de Dios, transforma nuestros criterios y nos sitúa en la
realidad de otra forma. Cuando se ama en concreto, nuestros ojos se funden con los del que está herido y la realidad se ve desde otra perspectiva. Las obras de misericordia hemos de vivirlas en primera persona, en lo concreto. Recordarlas mentalmente, en algún momento del día, puede servirnos como un buen examen particular. Repasar esas obras de misericordia nos es útil también a la hora de afrontar la recepción del sacramento de la Misericordia y del Perdón. La práctica frecuente de este sacramento es, sin duda, uno de los mejores medios para mantener la tensión por el amor primero: amor a Dios, y para estimularnos más y más en un amor concreto: a nuestro prójimo. Aprovechemos estos próximos momentos de Exposición de Jesús Sacramentado en la Custodia para centrar nuestra mente y nuestro corazón en Jesucristo, para escucharle y hablarle sobre los sentimientos que hemos experimentado en esta meditación y las percibidas exigencias necesarias para vivir más profundamente la vida cristiana.