+ Mons. D. Ángel Fernández Collado
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1 de diciembre de 2019
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Quiero comenzar este Retiro de Adviento haciendo presentes unas palabras que os dirigía a primeros de octubre a través de la primera Hoja Dominical de este curso 2019-2020. La titulaba así:“Juntos, en comunión”. Son palabras salidas del corazón y de lo que yo voy percibiendo en el día a día de nuestra diócesis de Albacete en el ámbito sacerdotal. Es necesario por el bien de nuestras personas y de nuestra diócesis que vivamos y caminemos sacerdotalmente así:“Juntos, en comunión”. Como humano puedo equivocarme en este análisis pastoral y tal vez perciba mas carencia de la que realmente existe. Pido perdón si fuese así y rectifico mi percepción. Con todo, es un a anhelo que, poco a poco, con el esfuerzo de todos, tenemos que hacer más real y perceptible en la diócesis:“Caminar pastoralmente juntos y en comunión”.Todos, y con vosotros yo el primero, tenemos que encontrar el mejor camino y las mejores actitudes para servir a Dios en la diócesis de Albacete como El quiere y con la eficacia pastoral que El desea. Esto lleva consigo también, renunciar a prácticas y enseñanzas que no son el sentir de la Iglesia de Jesucristo a la que todos debemos fidelidad especialmente desde nuestra Ordenación Sacerdotal.
Recordamos esta recomendación del autor de la carta a los Hebreos y nos la aplicamos a nosotros:“Acordaos de aquellos que os anunciaron la palabra de Dios (de aquellos que os precedieron en la fidelidad, la entrega y el servicio pastoral a la Iglesia); fijáos en el desenlace de su vida e imitad su fe. Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre. No os dejéis arrastrar por doctrinas complicadas y extrañas” (Hb 13,7-9).
“Juntos, en comunión”. Este es el clima que estimo necesario conseguir y vivir. Siempre en comunión con vuestro Obispo, y en él con toda la Iglesia, para avanzar e infundir más vida cristiana y vitalidad apostólica en nuestra diócesis de Albacete. El obispo es de todos y para todos y, en Jesucristo y en su Iglesia, es el centro y el eje de la unidad. “Con vosotros cristiano, para vosotros obispo” (S. Agustín). Juntos, en comunión.Nadie debe sentirse ajeno a este objetivo. Fidelidad a Dios y a la Iglesia, fidelidad a la enseñanza evangélica y a nuestro ministerio y vocación. Tenemos un largo camino a recorrer juntos. Se lo debemos a nuestros fieles y a la Iglesia en la cual tenemos una responsabilidad importante como pastores. Yo soy pastor en la Iglesia de Jesucristo y vosotros, conmigo, sois también pastores de esta misma Iglesia, corresponsables conmigo del rebaño encomendado.
TIEMPO DE ADVIENTO. El Adviento es un tiempo litúrgico, cuatro semanas, cargado de ilusión, ternura, misericordia y esperanza. Un tiempo de renovación interior, de crecimiento en santidad y compromiso cristiano. Y, con él, llega Navidad y el Hijo de Dios se hace hombre, niño, nacido en Belén. Celebramos el Adviento desde la Fe y la Esperanza, atentos a los acontecimientos de la vida personal y del mundo, despiertos para descubrir el paso de Dios en nuestra vida, para orar y cambiar.
Los Santos Padres distinguían tres Advientos, tres venidas, tres espacios de tiempo para prepararnos a la venida del Señor:
El Señor llama a nuestra puerta y espera que le abramos. Viene porque quiere entrar en nuestro corazón, limpiarlo y encenderlo de amor. Quiere entrar en el corazón de nuestras familias, de la comunidad religiosa y parroquial. Quiere entrar en el corazón de la Iglesia y del mundo. Quiere que se note su presencia, llena de perdón, misericordia y amor. Es el Señor: “Ven, Señor Jesús”.
El Adviento es un tiempo litúrgico especial que nos prepara para celebrar la Encarnación del Hijo de Dios, de su nacimiento en Belén de Judá.
“Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia” (Jn 1,14-16)
En el Adviento caminamos entre el aparente silencio del ahora y la contemplación del rostro de Dios al final de los tiempos. Caminamos junto con la Iglesia que proclama la Palabra de Dios y que nos va ofreciendo cuatro momentos litúrgicos fuertes de encuentro, cuatro Domingos, para que nos paremos, descansemos en El y miremos a lo alto, al que está en lo alto de los cielos, y para que caigamos en la cuenta de lo que ha quedado atrás y lo que queda por hacer,… hasta llegar a la meta, a la morada de Dios, a su tienda o lugar de encuentro, a Jesucristo,quién en la noche santa de Belén ilumina con su luz nuestras vidas.
¿Qué significa rezar en Adviento?
Rezar en Adviento es alabar a Dios y abrir nuestro corazón a la esperanza. Es esperar que Dios cumpla su palabra hoy con nosotros, como la cumplió con los creyentes del pueblo de Israel, como la cumplió en María. Es esperar que el Señor que vino un día, venga de nuevo. Siempre hay zonas de nuestra persona cerradas a Dios. Siempre presentamos alguna dificultad al Señor que viene. Siempre cerramos alguna puerta para que no entre totalmente…; Por eso, nuestro grito en Adviento es: “Ven, Señor Jesús. Ven Salvador”.
Rezar en Adviento es admitir que cuando venga el Señor junto a nosotros va a pasar algo, pues cuando Dios llega siempre pasa algo. Los hombres no son igual antes de decir sí a Dios que después de decírselo.
Rezar en Adviento es preparar la presencia de Dios entre nosotros.
1.- Primer momento de encuentro (Domingo I de Adviento. Ciclo A)
La liturgia nos recuerda la primera venida del Hijo de Dios a los hombres y su espera, a la vez que nos va preparando a su segunda venida al final de los tiempos. Los textos de este domingo subrayan el segundo aspecto. Nuestra salvación está cerca, nos dice san Pablo, una salvación en el Reino eterno a la que están llamados todos los pueblos. Por ello, debemos estar en vela para prepararnos a la venida del Señor, pues no sabemos ni el día ni la hora.
El camino del Adviento es un camino de restauración de la imagen de Dios en nuestro corazón y en nuestra alma. Es obra personal del Señor restaurar esa imagen en nosotros “paso a paso”. Nuestra actitud debe ser “dejarse hacer”, dejar que el Señor haga su obra en nosotros teniendo el corazón dispuesto a esta obra redentora que se realiza en nuestro corazón. En esto consiste la esperanza: en saber que Él lo puede hacer… y que lo hará. Sólo desde la experiencia de una sanación interior por la gracia, de una vivencia de liberación de nuestros pecados, de una experiencia de salvación…, podemos invitar a nuestros hermanos a esta profunda alegría y transmitir la vida que brota del Corazón del Señor.
“Señor, Dios nuestro, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve. Pastor de Israel, escucha; tú que te siestas sobre querubines, resplandece. Despierta tu poder y ven a salvarnos” (Salmo 79).
Recordamos de nuevo el testimonio de San Pablo y sus palabras alentadoras: “Por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no se ha frustrado en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo. Pues bien; tanto yo como ellos predicamos así, y así lo creísteis vosotros” (1Cor 15,10-11).
Pero él me dijo: “Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad. Así que muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2Cor12,9-10).
2.- Segundo momento de encuentro (Domingo II de Adviento. Ciclo A)
En el segundo domingo, es el profeta Isaías quién acompaña especialmente este momento de encuentro, este caminar hacia la Natividad del Señor, iluminándolo con sus palabras y señalando los cambios a realizar:
“En el desierto (en el caminar del Adviento) preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale. Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos los hombres juntos, ha hablado la boca del Señor” (Isaías).
Nuestro corazón debe procurar estar siempre abierto, dispuesto, vigilante, atento al paso de Dios en nuestra vida, para dejar entrar la luz de su Palabra, la voz del que grita en el desierto; debe estar dispuesto a que esa voz nos conmueva interiormente, nos zarandee, nos llene de calor y ternura, abaje nuestras falsas alturas y eleve nuestras humildes actitudes, para que veamos con luminosidad nuestro auténtico rostro, tal y como somos ante Él, pues viene a salvarnos y a devolvernos nuestra auténtica dignidad.
Sólo desde la experiencia de una realidad personal, intensamente vivida y aceptada, podremos guiar a nuestros hermanos. Una vida apoyada en sueños, en esperanzas humanas, no vale la pena vivirla. Por ello, rezamos así al Señor:“Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación” (Sal. 84).
Es muy importante pedir perdón y perdonar. Es una experiencia transformadora y muy gratificante. Por ello, nos dice San Pablo: “El Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad. Mas todos nosotros, con la cara descubierta, reflejamos la gloria del Señor y nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente, por la acción del Espíritu del Señor” (2Cor 3,17-18).
3.- Tercer momento de encuentro (Domingo III de Adviento. Ciclo A)
Tanto el profeta Isaías como el evangelista san Lucas, en este tercer domingo de Adviento, centran nuestra atención en Jesucristo, el Mesías esperado y enviado por Dios, y en su misión o buen hacer para con nosotros:
Lleno del Espíritu es enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y dar la vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos y a proclamar el año de gracia del Señor.
“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19), (Is 61,1).
A su luz, como escogidos y enviados, recordamos la tarea a realizar aquí y ahora: a qué, a dónde, a quienes: Evangelizar a los pobres, proclamar la libertad a los cautivos, dar vista a los ciegos, liberar a los oprimidos por la injusticia y el pecado, y anunciar la misericordia y el amor de Dios.
Este anuncio de la Buena Noticia del Evangelio tiene que ser un anuncio que brote de la auténtica alegría, del gozo desbordante que nos transmite aquel que viene a salvarnos y liberarnos: Jesucristo nuestro Señor. Este anuncio y servicio caritativo no puede ser algo anodino, rutinario, desilusionante. Al Espíritu Santo que habita en nosotros, le suplicamos que nos inunde de alegría, de coraje, de novedad y frescura para ir por los caminos de nuestro mundoy, con mucha humildad, vendar heridas, curar corazones desgarrados, liberar a los que se sienten cautivos de la vida y anunciar la libertad de los hijos de Dios. Le pedimos a Cristo que nos de la alegría y la esperanza y, sobre todo, la valentía y el ardor apostólico que brotan de su Corazón.
Sólo desde la alegría y la esperanza, desde la frescura de nuestro ministerio sacerdotal, podremos convencer (no vencer), podremos entusiasmarnos e ilusionar y llevar la salvación de Jesucristo a nuestros hermanos. Intensifiquemos en este tiempo litúrgico el uso de una magnífica herramienta, la oración. Nos decía san Agustín que: “La oración es la fuerza del hombre y la debilidad de Dios”.
Los sentimientos que brotan del corazón son un testde lo que pasa en nuestro interior. ¿Voy sintiendo la alegría con la cual nos llena el Señor, al tiempo que van pasando los días del Adviento? ¿Necesito un médico o hermano que cure mi corazón desgarrado y libere mi cautividad?
De nuevo San Pablo nos ayuda con sus recomendaciones:
“Te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos, pues Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza. Así pues, no te avergüences del testimonio de nuestro Señor ni de mí, su prisionero; antes bien, toma parte en los padecimientos por el Evangelio, según la fuerza de Dios. Él nos salvó y nos llamó con una vocación santa, no por nuestras obras, sino según su designio y según la gracia que nos dio en Cristo Jesús desde antes de los siglos, la cual se ha manifestado ahora por la aparición de nuestro Salvador, Cristo Jesús, que destruyó la muerte e hizo brillar la vida y la inmortalidad por medio del Evangelio. De este Evangelio fui constituido heraldo, apóstol y maestro. Esta es la razón por la que padezco tales cosas, pero no me avergüenzo, porque sé de quién me he fiado, y estoy firmemente persuadido de que tiene poder para velar por mi depósito hasta aquel día” (2 Tm 1,6-12).
4.- Cuarto momento de encuentro (Domingo IV de Adviento. Ciclo A)
En el cuarto momento de encuentro, 4º Domingo de Adviento, Nuestra Señora de la Esperanza, la Virgen María se hace muy presente, como Madre, en este caminar hacia la Navidad. Recordamos y gozamos de este momento sublime en la historia de la salvación de la Humanidad por parte de Dios: la Encarnación del Hijo de Dios y la respuesta positiva y confiada de María a su voluntad.
“En el mes sexto, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin». Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?». El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible». María contestó: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Y el ángel se retiró” (Lc 1,26-38).
Más que comentar este texto crucial en la obra de la Redención realizada por Jesucristo, cumpliendo la voluntad del Padre Eterno, y el Sí de María a la voluntad de Dios, con el que tantas veces hemos rezado y que hemos explicado con gozo a los fieles, os leo una preciosa conversación de San Bernardo con Santa María ante su generoso y confiado SI a Dios.
“Oíste, Virgen, que concebirás y darás a luz a un hijo; oíste que no será por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el ángel aguarda tu respuesta, porque ya es tiempo que se vuelva al Señor que lo envió. También nosotros, los condenados infelizmente a muerte por la divina sentencia, esperamos, Señora, esta palabra de misericordia.
Da pronto tu respuesta. Responde presto al ángel, o, por mejor decir, al Señor por medio del ángel; responde una palabra y recibe al que es la Palabra; pronuncia tu palabra y concibe la divina; emite una palabra fugaz y acoge en tu seno a la Palabra eterna.
¿Por qué tardas? ¿Qué recelas? Cree, di que sí y recibe. Que tu humildad se revista de audacia, y tu modestia de confianza. De ningún modo conviene que tu sencillez virginal se olvide aquí de la prudencia. En este asunto no temas, Virgen prudente, la presunción; porque, aunque es buena la modestia en el silencio, más necesaria es ahora la piedad en las palabras.
Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas al Creador. Mira que el deseado de todas las gentes está llamando a tu puerta. Si te demoras en abrirle, pasará adelante, y después volverás con dolor a buscar al amado de tu alma. Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el consentimiento. Aquí está –dice la Virgen- la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.
(San Bernardo)
Ante el amor de Dios por todos y cada uno de nosotros, y su presencia cercana y permanente en nuestras vidas ¿buscamos lugares y espacios de silencio para estar con él y escucharle, amarle, alabarle y servirle en los hermanos?
El silencio que reina en el Adviento es tan elocuente que hasta nos desconcierta. En el silencio de la noche nace la Palabra; en el silencio del corazón de María se encarna la Palabra; en el silencio del principio crea la Palabra. Dios obra en el silencio; hace sus obras más grandes en el silencio. Nuestro corazón debe estar en silencio para dejar que la Palabra obre en nosotros. El Adviento es también una labor de hacer silencio, de cerrar los oídos a los ruidos que distorsionan la realidad más profunda de nuestro ser, de aquietar las aguas turbulentas de nuestro interior, para que sólo suene la Palabra.
Sólo desde el silencio brotará la paz. Sólo aquel que vive en el silencio y en la paz podrá dar paz y silencio, esperanza y fuerza interior a los hermanos abrumados por el ruido de la vida que les deja sordos para la auténtica armonía que surge del corazón de aquellos hombres que se han convertido en auténticos paraísos donde Dios habita y se pasea.
Termino esta reflexión ante el Adviento, que pretende ser una ayuda para nuestra vida sacerdotal y nuestro ministerio como pastores, escuchando unas recomendaciones que nos hace San Pablo y otra desde el entorno de María:
Y finalmente una recomendación que puede servirnos de impulso para parecernos más a María, la Madre y sierva del Señor, y para imitarla en nuestro ministerio e identidad sacerdotal, caminando por las sendas de la pequeñez, la sencillez, la humildad y el servicio lleno de amor a Dios y a los demás.
Escuchad con atención,
en silencio y con el corazón:
Si no os hacéis como niños…
nunca podréis jugar con la luna,
ni dormir con placidez por la noche,
ni beber a tragos los momentos lindos de la vida.
Si no os hacéis como niños
jamás sabréis sonreír de verdad,
y nunca crecerán flores en vuestros jardines;
si no os hacéis como niños,
no os hagáis ilusiones,
nunca seréis bienaventurados ni felices;
no podréis derrumbar el muro del egoísmo.
Si no os hacéis como niños
nunca entenderéis el Evangelio;
y lo más grave:
seréis duros con Dios,
porque no aceptaréis su voluntad,
ni sus planes, ni su Amor.
Si no os hacéis como niños, no seréis felices jamás,
porque los niños
son como la eterna sonrisa de Dios. Amén.