+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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11 de abril de 2009

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“Pasado el sábado, María Magdalena, María la madre de Santiago, y Salomé madrugan para ir la sepulcro”. El amor siempre madruga. Las tres mujeres son las mismas que habían acompañado a Jesús y a su Madre hasta el Gólgota. Van solas. Llevan los perfumes con que era costumbre ungir a los difuntos. Sólo buscan cumplir un último deber de amor a un ser querido.

Es un día de primavera mediterránea. Está saliendo el sol y los pajarillos ya cantan en las ramas de los árboles. El fresco de la mañana hace más ligeros sus pasos. Llevan en el alma el dolor de un recuerdo todavía sangrante. No saben que está comenzando un mundo nuevo, una nueva creación. El silencio de la pena compartida sólo se rompe para preguntarse: ¿Quién nos ayudará a correr la piedra del sepulcro? Así me imagino la escena. La pregunta puede leerse desde otra dimensión: ¿Quién puede quitar la losa de la muerte que pesa sobre la humanidad?

Nada más llegar se dan cuenta de que la piedra estaba corrida “Asomándose ven un joven, sentado a la derecha, vestido con una túnica blanca”. El evangelista Marcos, más sobrio, no habla de ángeles, ni de temblores de tierra, ni de resplandores, sólo de un joven. No toma prestado el lenguaje apocalíptico corriente, sólo el mínimo de imágenes a fin de evitar cualquier descripción de la resurrección. Afirma sólo el hecho. Sabemos que el color blanco es siempre un signo, es el color de la luz, de la gloria. Ya nos había dicho Marcos, cuando la transfiguración, que los vestidos de Jesús aparecían blancos, de una blancura inigualable.

“Se llenaron de miedo”, dice el evangelista. La presencia de lo divino, como sucede en todas las teofanías bíblicas, siempre es desconcertante para la razón humana, provoca el asombro, deja estupefactos a quienes experimentan el hecho.

“No tengáis miedo. Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado, no está aquí. Ved el lugar donde le pusieron. Id a decir a sus discípulos y a Pedro que irá delante vosotros a Galilea: allí le veréis, como os dijo”. Ese misterioso personaje, vestido de blanco, ¿no será Jesús, el mismo que fue crucificado, que ahora, sentado a la derecha del Padre, se hace presente de una manera nueva?

¡Id! ¡Id!, no hay que permanecer junto a la tumba, ni en Jerusalén. “Id a Galilea”, vuestra tierra, la tierra de vuestra vida real. Allí fue donde resonó por vez primera la Buena Nueva, donde Jesús realizó sus primeros signos, donde empezó a reunir a la gente. Id, porque recomienza el tiempo de Galilea, la hora de reunir un nuevo pueblo alrededor de Pedro y de los demás discípulos. Es la hora de la Iglesia. El “Id” suena como una orden de marcha, como un envío misionero.

“Ellas salieron huyendo del sepulcro”. Habían venido para ungir a un muerto y parten sin haber hecho nada. “Un gran temblor se había apoderado de ellas, que estaban como fuera de sí, y no dijeron a nadie nada, porque tenían miedo”. Todo lo profundo encuentra en el silencio clima connatural una declaración de amor, un atardecer o la contemplación del mar no suscitan voces, sino silencio.

“Estremecimiento, temblor, estar fuera de sí…” son las últimas palabras de este evangelio de Pascua. ¿Se puede expresar mejor la irrupción desconcertante del reino de Dios en la historia de los hombres?

A lo largo de su evangelio, Marcos había insistido sobre el “secreto” que escondía la verdadera identidad de Jesús. Siempre que alguien le reconocía como el Hijo de Dios, Jesús pedía silencio. Por eso, hay que respetar este final del evangelio de Marcos -“las mujeres no dijeron a nadie nada”- . Es como decir que la persona de Jesús escapa a todo intento de comprensión, porque es un misterio desconcertante que sobrepasa lo humano. Todo el que intente encontrar en este relato una evidencia absoluta quedará frustrado. Como si Marcos sólo pretendiera sumergirnos en el silencio de la fe y de la adoración. Una fe y una adoración que nos abren a la alegría más alta, a la esperanza más definitiva frente al dolor, la injusticia, la muerte o el sinsentido. Silencio y adoración que nos permiten encontrar la cifra que descifra el sentido más pleno de la vida y de la muerte. Y no olvidemos el “Id”, que nos remite a Galilea.

¡FELIZ PASCUA DE RESURRECCIÓN!