Pablo Bermejo
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10 de mayo de 2008
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Nos levantamos todas las mañanas creyendo saber qué es lo que está bien y mal. Desde pequeños hemos ido forjando en nuestra cabeza un esquema de pequeñas y grandes reglas cívicas que cumplimos y, en la mayoría de los casos, entendemos y estamos de acuerdo con ellas. Sin embargo, nos es suficiente con mirar un poco más allá de nuestras narices para comenzar a preguntarnos si una misma acción es buena de manera universal o sólo de forma local.
Por ejemplo, tengo varios amigos chinos que no están de acuerdo con la libertad de expresión. Ellos y todos sus familiares entienden que ciertos asuntos de su país no deben caer en conocimiento de sus mismos ciudadanos y mucho menos en manos de la prensa internacional (a discusiones sobre el caos del Tíbet me refiero). Sin mirar cuestiones complejas, un compañero de cocina hace siete años era de Kenia y eructaba en mi cara mientras comíamos con la mayor sencillez del mundo. Muchos chinos sueltan en público gases por la boca (y lo que no es la boca) sin inmutarse, y sin embargo se avergüenzan al estornudar o sonarse la nariz en público. De hecho, en la cultura occidental esto no era tan raro hace menos de un siglo, como prueba lo que dijo Martin Luten King en su famoso discurso: “[…] ¿Por qué no eructas, acaso no te gusta mi comida?”.
Mi oficina es completamente internacional. Una compañera india me contaba cómo las mujeres en su país son algo de lo que hay que librarse, y por lo tanto sus padres tienen que pagar una dote al para que a partir de entonces se haga cargo de la mujer. Hace poco vi “Los Puentes de Madison” y me llamó la atención una frase del protagonista (que iba a hacerle cometer adulterio a la protagonista): “vivimos en una sociedad con reglas morales inventadas”. Es decir, le estaba diciendo que no era correcto sacrificar toda una vida junto a una misma persona cuando podías sentir de nuevo los efectos del enamoramiento. El director conduce tan bien la historia que en ese momento te convence de que esa fidelidad es otra de las normas que en verdad no son verdades universales sino que dependen de la cultura. Sin embargo, al acabar la película, se muestra una imagen varios años después en la que la mujer se desvive cuidando de su marido enfermo de muerte. Al final, la historia no toma exactamente partido por lo que es correcto o no: la mujer volvió a vivir la magia del amor de manera extramatrimonial pero decide no continuar con ello y vivir el matrimonio y el amor a su familia como un estilo de vida. La cuestión queda abierta pero, para mí, la imagen de la mujer anciana cuidando de su marido convaleciente muestra que compartir la vida para siempre con tu pareja puede verse como una moral universal. Sufrió, lloró, no olvidó esos días especiales, pero el amor como estilo de vida venció al aturdimiento pasajero del enamoramiento.
Necesitamos reglas para vivir, esto está claro. Pero para que nuestra alma VIVA plenamente, tenemos que hacer un gran esfuerzo para saber alimentarla con verdades universales, las cuales estoy convencido que existen y más bien me atrevería a llamarlas verdades existenciales.
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