Francisco San José Palomar
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21 de marzo de 2020
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Nos encontramos ante un relato evangélico lleno de dramatismo. Un ciego de nacimiento es curado por Jesús devolviéndole la vista y los fariseos se resisten a admitir este hecho despreciando al ciego, pero éste hace una valiente defensa del que le ha curado: “Es un profeta. Sólo sé que yo era ciego y ahora veo”.Cuando Jesús, de nuevo, se le hace el encontradizo él exclama: “Creo, Señor”.Es su confesión de fe en Jesús y su actitud reverente de gratitud ante el que le ha curado de su ceguera.
Jesús es la “luz del mundo”. Pero resulta cierto lo que dice el refranero español: “No hay peor ciego que el que no quiere ver”.Es la actitud obstinada mostrada por los fariseos. Y puede ser también la nuestra si nos resistimos a acoger a Jesús, Palabra eterna del Padre, luz que ilumina a todo hombre. San Juan ya lo hace notar: “La luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la recibió”. San Pablo, por su parte, exhorta a los fieles de Éfeso a “caminar como hijos de la luz”. La vida de un creyente debe ser claridad, luminosidad ante los demás. Si Cristo es la luz, nosotros estamos llamados a ser reflejo de esa luz. San Pablo les dice: “Ahora sois luz en el Señor”.
La experiencia común es que amamos la luz y la oscuridad nos infunde miedo. En el plano de la convivencia humana, nos agrada vivir junto a personas bondadosas, justas, y verdaderas; por el contrario, nos disgusta tener a nuestro alrededor personas mentirosas, aprovechadas o soberbias. La Cuaresma nos invita a hacer de Jesús nuestro referente de conducta. Deseando hacer lo que a Él le agrada, pareciéndonos a Él, lejos de las obras oscuras de la maldad, nuestra vida será claridad luminosa para los hermanos.