Manuel de Diego Martín

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25 de octubre de 2008

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Estos días ha habido un cierto malestar en los ambientes jurídicos y sociales por la decisión del juez Garzón de querer encausar a todos los que fueron posibles responsables de crímenes perpetrados durante el franquismo.

Mientras que unos se oponen a esto y lo califican como un descomunal despropósito, ya que hubo una ley de amnistía general en su tiempo, concertada por las diferentes fuerzas políticas, y por tanto no debemos empezar a abrir nuevas heridas; otros piensan que es bueno hacer justicia hasta el final y que los que fueron injustamente machacados sean ahora justamente reconocidos.

Bien, tal vez los unos y los otros lleven su razón, pero dado que se dio la citada ley de amnistía, y que se creyó que era la mejor manera de conseguir por fin la ansiada reconciliación nacional, lo mejor sería que los historiadores reivindiquen la memoria de la gente buena y ya. No es posible estar continuamente en plan justiciero; no es posible llevar a los tribunales a Caín porque mató a su hermano Abel, ni a Jacob porque engañó a su hermano Esaú, ni a David porque se acostó con la mujer de Urías. Esto sería el cuento de nunca acabar, y por otra parte sabemos que los expedientes llenan las salas de nuestros juzgados en espera de que se haga justicia a los casos de hoy. Así pues no podemos andarnos por las ramas.

El lunes, día 26, hace un año que vivimos la grandiosa celebración en Roma de la beatificación de cuatrocientos noventa y ocho mártires de los tiempos de la República española. Allá no hubo Garzones pidiendo juicios generales. Allá no se habló de hacer justicia y de pedir venganza. Allí simplemente se habló del perdón y del amor que movió a aquellos cristianos de ser consecuentes hasta el final, a quienes injustamente les arrancaron la vida. Murieron por ser fieles a Jesucristo. Ellos no estaban en frentes políticos ni militares, fueron víctimas de una salvaje ideología que no podía soportar la fe cristiana. Todos, precisamente por eso fueron beatificados, murieron perdonando a sus asesinos.

El recuerdo de nuestros mártires nos tiene que hacer comprender que el mejor camino para la reconciliación, para la convivencia nacional, para la construcción de un futuro, es el amor y el perdón. Ir por la vida en plan justiciero buscando restos humanos no nos lleva muy lejos. Traer a la memoria toda la gente buena que en el mundo ha sido, esto sí que puede ser un buen camino.