Celia Monteagudo García

|

9 de julio de 2022

|

154

Visitas: 154

La Guerra de Ucrania, y el consiguiente desplazamiento de ucranianos huyendo de la guerra, ha evidenciado el trato desigual dado a los refugiados dependiendo de su origen. Mientras los ucranianos reciben un trato impecable del gobierno español y de la sociedad en general, otros, como los procedentes de Siria, Afganistán, Yemen, Sudán, Eritrea, etc., quienes, en su mayoría, también huyen de la guerra, del hambre y la persecución, tienen que saltar una valla jugándose la vida y cuando lo consiguen viven en un limbo jurídico, sin posibilidad de trabajar y subsistiendo en muchas ocasiones en condiciones infrahumanas. En la mente de todos está el reciente incidente ocurrido con el salto a la Valla de Melilla, donde se estima que han fallecido unas 37 personas.

Si bien es cierto que Organizaciones sociales han denunciado y han pedido investigaciones a la luz de las imágenes escalofriantes sobre el trato a los migrantes, no deja de cuestionarnos como cristianos las preguntas que el jesuita Àlvar Sánchez, desde Nador (Marruecos) a pocos kilómetros de la frontera con Melilla, lanzaba en un encuentro con Manos Unidas en el lanzamiento de la campaña 2022: “Nuestra indiferencia los condena al olvido”. Dichas preguntas eran: ¿Qué hace que unas vidas sean más dignas de protección que otras? ¿Qué hace que unas vidas sean más dignas de duelo que otras? ¿Compartir un continente de origen?

En el evangelio de hoy, donde Jesús cuenta la parábola del Buen Samaritano, resulta significativo que dicha parábola venga precedida de una pregunta por parte del doctor de la ley, con la que éste, al menos aparentemente, persigue comprender mejor el mandato del amor al prójimo prescrito en la ley de Dios.

“¿Y quién es mi prójimo?”. Ésta es, en efecto, la pregunta que no debe desvincularse de aquel otro pasaje donde, refiriéndose al Juicio Final, Jesús mismo se identifica con cualquiera que pasa hambre, sed, está desnudo, encarcelado o enfermo. 

Jesús, en la parábola del Buen Samaritano (Lc 10, 30-36), habla de un hombre asaltado y abandonado medio muerto en la cuneta de un camino solitario. Afortunadamente, aparecen por el camino dos viajeros: primero un sacerdote, luego un levita. Vienen del Templo, después de realizar su servicio cultual. El herido los ve llegar esperanzado: son de su propio pueblo; representan al Dios santo del templo; sin duda tendrán compasión de él. No es así. Los dos «dieron un rodeo» y pasaron de largo. Aparece en el horizonte un tercer viajero. No es sacerdote ni levita. Ni siquiera pertenece al pueblo elegido. Es un samaritano, miembro de un pueblo enemigo. El herido lo ve llegar lleno de miedo. Se puede esperar lo peor. Sin embargo, el samaritano «tuvo compasión» y se acercó, se aproximó, se hizo prójimo. Movido por su compasión hizo por aquel hombre todo lo que pudo: curó sus heridas, lo vendó, lo montó sobre su cabalgadura, lo llevó a una posada, cuidó de él y pagó todo lo que hiciera falta. 

La sorpresa de los oyentes no podía ser mayor. La parábola rompía todos sus esquemas y discriminaciones entre amigos y enemigos, entre el pueblo elegido y gentes extrañas e impuras. ¿Será verdad que la compasión nos puede llegar, no del Templo ni de los canales oficiales de la religión, sino de un enemigo proverbial? No había duda. Jesús miraba la vida desde la cuneta, con los ojos de las víctimas necesitadas de ayuda. Para él, la mejor metáfora de Dios era la compasión por los que sufren. Y la única manera de ser como Dios y de actuar de manera humana era actuar como aquel samaritano. 

El Papa Francisco, en la encíclica Fratelli Tutti (nº 56-86), nos explica esta parábola e introduce un elemento muy importante hoy: el tiempo. El samaritano además de compasión le dio su tiempo. 

Asimismo, el Papa Francisco denuncia la indiferencia en la que vivimos hoy en día, una indiferencia que ya existía en tiempos de Jesús, y que queda ejemplificada en la parábola en la actitud del sacerdote y el levita, y en nuestro día a día.

¿Habrá que dar a la compasión más espacio en nuestras vidas? ¿Habrá que dejar que la compasión nos haga ver y juzgar las situaciones con más justicia que eficacia?

Celia Monteagudo García

Doctora en Teología