Juan Iniesta Sáez
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27 de octubre de 2024
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Hagamos una composición de lugar con el evangelio de este domingo: una multitud ruidosa acompaña a Jesús por los caminos y pueblos que va recorriendo. Cada uno con sus pensamientos, con sus problemas e ilusiones. Los más cercanos a Jesús, pendientes particularmente de Él, de lo que dice, de lo que hace, de a quién mira o quién se acerca a Jesús. Los que están algo más alejados de Él en el bullicio, dejándose llevar de sus pensamientos, de sus recuerdos o preocupaciones del momento. Como un poco más despistados.
A uno de estos lo saca de sus despistes un ciego que, tirado al borde del camino (no es una mera expresión, pues Marcos dice que le invitan a levantarse de esa cuneta en que estaba medio abandonado) le pregunta por qué ese bullicio, quién está pasando por su lugar de postración.
Desde esa posición el ciego Bartimeo habría oído alguna que otra vez a gente que pasaba y comentaba cosas sobre ese profeta nazareno que hacía tales signos. Quizás incluso se habría imaginado en alguna ocasión que pasase junto a Él y reparase en su situación. Cuando se presenta la oportunidad, no se lo piensa dos veces. Se hace notar ante el Maestro, gritando, con aspavientos, llegando a resultar molesto para los acompañantes de Jesús, que renuncian a su papel de mediadores, de pontífices, entre Dios y los hombres, y le ordenan callar. ¡Que los niños no molesten en misa, que sus padres no los traigan, ya ves cómo incordian! ¡Que esta persona no se acerque a nuestro grupo eclesial, que estamos tan a gustito con nuestra marcha y ya nos entendemos en nuestras reuniones bien estructuradas y monótonas! ¡Que no se me acerque esa persona, que mira qué pintas de desarrapado trae y seguro que me pide unas monedas para luego gastarlas de mala manera!
Me pregunto quién recuperaría la vista en ese encuentro de Jesús con Bartimeo. Obviamente, el ciego es el primero. No sólo recupera la vista, sino toda la vida: sale de la postración en que estaba y alegremente se une al séquito del Señor «y lo seguía por el camino» inspirando quizás más alegría que quienes lo acompañaban de primeras. Ojalá también los demás discípulos, los de entonces como los de ahora, dejen que la luz de una nueva mirada se abra ante sus propios ojos y también sanen y sanemos de nuestras cegueras.