Pedro López García
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4 de febrero de 2023
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“Vosotros sois la sal de la tierra (…) vosotros sois la luz del mundo”. Con estas palabras el Señor Jesús indica lo que sus discípulos son en medio de la humanidad.
La sal se utiliza desde la antigüedad para dar sabor a los alimentos, para sazonarlos, para preservarlos de la corrupción y así conservarlos. Si la sal perdiese sus propiedades la comida no tendría sabor ni los alimentos perdurarían en el tiempo.
Si los discípulos de Cristo son sal de la tierra, la humanidad poseerá un toque delicado y discreto de buen gusto, de deleite, de esperanza. Pero si los discípulos somos como la sal que se vuelve sosa ¿cómo habrá ‘buen sabor’ entre los hombres?
La luz tiene un simbolismo universalmente reconocido: ella disipa las tinieblas, alegra e ilumina con su resplandor. En la Sagrada Escritura se dice que Dios es luz. Cristo dijo: “Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no camina en tinieblas”. San Pablo recuerda que debemos vivir como hijos de la luz y no de las tinieblas.
Si los seguidores de Jesucristo son luz del mundo, la humanidad poseerá la chispa que vence la oscuridad y que da el sentido y la orientación a la vida. Pero si ocultamos el resplandor de la luz, las tinieblas ocuparán todo el horizonte de la tierra.
¿Cómo se es sal y luz? Por medio de las buenas obras. No es tan importante lo que decimos sino lo que hacemos. Hay acciones que pueden golpear la conciencia de nuestros contemporáneos: la oración y el abandono en las manos de Dios como único Señor de nuestra vida, la alegría mantenida incluso en el dolor, la esperanza ante la muerte, el perdón de las ofensas, el amor al enemigo, la libertad ante el dinero, la renuncia a los bienes, despojarse del éxito y del aplauso, la defensa de la vida humana, la solidaridad con los necesitados, la amistad con los pobres, la predilección por los enfermos y por los emigrantes, la gratuidad con todos…
¿Cuál es el fin de las buenas obras? El fin de nuestras buenas obras es que los demás den gloria al Padre que está en los fieles. Esto supone una verdadera conversión para purificar nuestras motivaciones, pues fácilmente usamos las cosas de Dios con fines espurios y mundanos como hacer daño a otra persona, recibir honores personales, apropiarse de bienes y dinero, satisfacer afectos desordenados, compensar frustraciones e inmadureces, aliviar heridas del pasado…
Una hermosa canción nos recuerda: “¡Que sea tu vida la sal! ¡Que sea tu vida la luz! Sal que sala, luz que brilla. Sal y fuego es Jesús”.
Pedro López García
Vicario Episcopal Levante