+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
|
19 de noviembre de 2016
|
161
Visitas: 161
Poco a poco se ha ido extendiendo la costumbre de arrojar las cenizas de los muertos a un río, al mar, esparcirlas en un monte, incluso lanzarlas en un cohete al espacio o insertarlas en una joya. Son muchos los que ven esta costumbre como una trivialización o menosprecio a los muertos. Piensan que quien borraba así las huellas de alguien, lo arranca de su vida, lo declara inexistente.
Recientemente, la Congregación para la Doctrina de la Fe ha publicado una interesante Instrucción para responder a las numerosas consultas que, a este respecto, llegaban a dicho Dicasterio, y para ofrecer criterios de coherencia con la fe a nuestras comunidades cristianas y a todo aquel que quiere acogerlos. El texto me ha recordado un admirable artículo, publicado hace unos años por el teólogo G. de Cardedal. El me ayuda en esta reflexión. Nos ayuda también el ininterrumpido rosario de personas que, en el día de Todos los Santos o en el de los Difuntos, se han acercado a los cementerios para ofrecer a sus difuntos el recuerdo agradecido de una oración, de un cirio o de un ramo de flores.
La Instrucción, que se mueve más en el lenguaje de la recomendación que en el de la imposición, recuerda que la Iglesia ha recomendado siempre el enterramiento; pero no está en contra de la cremación. Recomienda, eso sí, que las cenizas se guarden en un lugar sagrado (el cementerio, una iglesia) mejor que en los domicilios privados, alimentando la melancolía. Así se evita, además, la posibilidad del olvido o las posibles faltas de respeto que pudieran sobrevenir una vez pasada la primera generación. La Instrucción si es contraria a la costumbre de dispersar las cenizas. Si tal dispersión se hiciera por razones opuestas o que nada tuvieran que ver con la esperanza en la resurrección ni con la fe cristiana, no tendría sentido celebrar unas exequias cristianas. Por coherencia habría que negarlas.
Pero sí es muy importante que los restos mortales, el cadáver o sus cenizas, tengan un lugar. Ello favorece el recuerdo y la oración, la comunión entre los vivos y los difuntos. Tales lugares se tornan de alguna manera sagrados por participar del destino sagrado de la persona. “Si todo es recuerdo en el amor y espera, donde desaparecen los signos concretos de una persona concreta, ésta termina desapareciendo de la conciencia”.
Con esto no estoy diciendo que guardar las cenizas o enterrar los cadáveres sea la garantía de la inmortalidad o de la resurrección. La fe cristiana se apoya en la resurrección de Cristo, en el Dios vivo que ha creado al hombre para hacerle partícipe de su amor y de su existencia eterna. Como nos recuerda el teólogo citado, no estamos primordialmente ante un problema de fe, sino ante un problema antropológico importante del valor y sacralidad del hombre, y que se expresa en el respeto que sus prójimos le otorgan vivo o muerto. No en vano los primeros signos de humanización y expresión religiosa aparecen en la historia unidos al culto a los muertos, a sus tumbas y fechas necrológicas, al memorial de sus hazañas y a la esperanza de su compañía. Lean la Ilíada y verán cómo el oprobio mayor para un hombre es que su cadáver quede a merced de los enemigos o de las aves del cielo, sin enterrar, sin el honor de sus compañeros y sin la memoria fiel de los suyos. «Allí sus hermanos y amigos le harán exequias y le erigirán un túmulo y una estela, que tales son los honores debidos a los muertos» (XVI, 674-675). En la Sagrada Escritura hay ejemplos admirables del respeto a los muertos y a su enterramiento.
Memoria e identidad, sigue diciendo G. de Cardedal, son inseparables en cada uno y en el prójimo. La Biblia define al hombre como aquel de quien Dios se acuerda, aquel de quien Dios nunca se olvida. La memoria de Dios es la garantía del valor imperecedero del hombre. Por eso, en la Iglesia primitiva, muy cerca del cuerpo de Cristo, conservado en el columnario lateral del templo, se enterraban los cuerpos de los cristianos, a los que se tributaba un análogo respeto y veneración. Allí, en esa paz que deriva de la cercanía de Cristo (eso significan las tres letras: RIP) esperan la redención definitivas. Enterrar a los muertos es una de las obras de misericordia.
Al igual que los cristianos respetamos a quienes piensan o justifican actuar de otro modo, nadie debería sentirse ofendido por nuestra forma de pensar y actuar.
Creemos que hay una relación estrecha entre dar razón de la muerte y amor a los muertos con el dar razón de la vida y amor a los vivos. Sería triste que a la trivialización de la muerte y de los muertos siguiera la trivialización de la vida y de los vivos.
El pasado día de los Difuntos bendecía yo el columbario instalado en el tras-coro de la Parroquia de San Juan. Algún medio de ámbito nacional, tergiversando la verdad, presentaba la noticia como un negocio indecente. Podría haberse informado mejor, porque se ha explicado, por activa y por pasiva, que la única finalidad que ha movido a dar este paso ha sido la de honrar a los muertos. También se ha informado que los posibles beneficios que el columbario pudiera reportar serán destinados a las misiones, a los pobres. Así está escrito y acordado.