Juan Iniesta Sáez
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22 de diciembre de 2024
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En este domingo, culminamos el tiempo de espera y esperanza, actitud y virtud propias del Adviento, con una perícopa evangélica que nos sitúa a las puertas de la Navidad, resaltando que en ella se realiza el cumplimiento de una promesa.
Isabel, en su celebérrimo saludo a su prima con el motivo de su Visitación (tan célebre que, junto con el saludo del ángel en la Anunciación, componen la primera parte del Ave María) acaba dirigiendo a María una bienaventuranza en la que todo el pueblo de Israel, y en realidad toda la humanidad como colectivo y cada persona en su singularidad estamos representados: «Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá».
En María, y por la doncella nazarena en todo el género humano, se cumple la promesa del «Emmanuel», el «Dios-con-nosotros». Nos situamos en el ámbito de la promesa, en la que se compaginan las virtudes teologales de la fe (María confía y cree en la Palabra que Dios le dirige personalmente, y en eso es modelo para cualquiera de nosotros, pues a todos nos habla Dios de un modo personal y particular -hay que atreverse a escuchar-) y de la esperanza, ya que en ese componente de futuro que tiene la promesa, la esperanza en cierto modo la hace ya presente.
Dicen los estudiosos que estamos en un contexto cultural que refleja una aguda crisis de la subjetividad, dominada por la emotividad, en el que surge una creciente incapacidad de asumir compromisos, de hacer promesas y cumplirlas. Es una realidad que se manifiesta a muy diversos niveles en la sociedad. El miedo al compromiso matrimonial, socio-político, religioso, etc., es notable. Por un rato, bueno, me comprometo, pero el «para siempre» o al menos para mucho, nos asusta.
Si no confiamos en nuestra capacidad de com-prometer nuestra existencia, tengamos al menos la humildad de permitir que Dios se comprometa con nosotros, que no hay mejor garante de una promesa. Dichosos los que son capaces de confiar y creer en Él, que es digno de fe porque, como María, son capaces de alumbrar a Dios para sí mismos y para los demás.