Pablo Bermejo
|
10 de noviembre de 2007
|
310
Visitas: 310
Una de las comidas que peor me han sentado en mi vida fue en casa de un compañero de trabajo. Vivía en casa de sus padres y nos invitó hace un par de años a mi novia y a mí a comer un domingo. Su familia era muy acogedora y se desvivieron desde el momento en que entramos para que nos sintiéramos a gusto. Durante el aperitivo había en la mesa una silla sin ocupar pero con los cubiertos puestos en el sitio y me preguntaba quién habría faltado a la comida.
Junto a mi compañero y su padre estaba tumbado el perro de la casa, el cual estaba enfermo y le costaba moverse. Ante mi sorpresa y haciéndome bastante gracia, a cada gemido que hacía el perro se deshacían en candidez y le daban algo de comer mientras lo acariciaban y le susurraban “perrito bonito”.
Cuando sirvieron el primer plato, el padre le dijo a mi amigo: “trae a tu abuela”. Me pareció ver algo de resentimiento en la expresión de mi compañero mientras se levantaba. Antes de cinco minutos ya había vuelto con su abuela que iba en silla de ruedas y, aunque tenía un aspecto bastante débil, su mirada alegre al ver invitados parecía casi angelical. Fuimos los únicos que la saludamos y sentí un poco de pena al comprobar que le sirvieron la comida con gestos bruscos y sin dirigirle la palabra.
La comida continuó mientras hablábamos sobre el trabajo y varios asuntos personales; de vez en cuando la abuela pedía con voz débil agua o algo de los platos centrales y se lo acercaban sin decirle nada y sin llegar a servírselo. En un momento, esta mujer tan débil se inclinó hacia delante y vi que intentaba alcanzar el pan. Todos la miraban pero no la ayudaban; yo no estaba lo suficientemente cerca como para pasárselo y sentí ganas de levantarme para ayudarla. Cuando por fin alcanzó la cesta, vi en la mirada de mi compañero de trabajo auténtico asco de ver cómo la mano de su abuela podía tocar el resto del plan. Por fin cogió un trozo y siguió comiendo. Fueron sólo cinco segundos, pero transcurrieron en silencio y con mucha tensión por mi parte.
A todo esto el perrito bonito seguía gimiendo y mi compañero, que tanto asco había sentido al ver a su abuela rozar el pan, le metía al perro trozos de comida en la boca y se secaba las babas en el pantalón vaquero. Fue en ese momento cuando yo decidí no coger comida con la mano de donde él cogiera. Mi novia y yo queríamos comentar algo a la abuela, darle un poco de conversación, pero estaba tan claro que nadie le hablaba que nos sentíamos como si ofendiéramos a nuestros anfitriones si le dirigíamos la palabra.
Finalmente, antes de tomar el postre mi compañero se levantó a una seña de su padre y se llevó a la abuela de nuevo. Ella dijo con su voz débil que quería quedare un rato más, y el nieto le contestó con voz fría: “no, que tenemos invitados”. El café transcurrió con menos tensión y la madre de mi compañero lo tomó con el perro enfermo sobre sus rodillas. Cuando ya estábamos solos y sin ánimos de juzgar, mi novia y yo intentamos entender que aguantar una enfermedad larga puede agotar las paciencias, y no quisimos comentar mucho al respecto. El caso es que, gustándome como me gusta la comida, aquella no la pude disfrutar y rechacé otra invitación posterior de mi compañero.