+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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11 de junio de 2011
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Pentecostés es la gran fiesta de la Iglesia, cuando ésta toma el relevo de Jesús y sale a las calles y plazas a seguir anunciando la Buena Nueva. Lo que no quiere decir que Jesús sea un ausente. Es precisamente en Pentecostés cuando Él inaugura una nueva forma de presencia: “Yo estaré con vosotros todos los días…”.
“Vosotros sois el cuerpo de Cristo” repetía Pablo las nuevas comunidades que, como pequeñas lumbreras, iban extendiéndose por el mundo helenístico. De este cuerpo era y es cabeza y alma el Espíritu Santo. La liturgia de Pentecostés de este año nos trae el texto del evangelio de Juan, cuando el Resucitado alienta sobre los discípulos y les dice: “Como el Padre me envió, Yo os envío: Recibid el Espíritu Santo”.
El cuerpo es el medio a través del cual se expresa y se relaciona la persona. Los miembros están vivos en la medida en que están unidos al cuerpo, participan de la vida del cuerpo y cada uno, según su función, colabora al bien de todo el cuerpo. Sólo un cuerpo sano, vivo y vigoroso, puede cumplir su misión en bien del mismo organismo y en bien la sociedad humana. Porque, aunque cada miembro tenga su propia función –no es lo misma la función de ojo que la de la mano- cada uno complementa y sirve al bien de los demás. Todos participan de la misma misión.
Así se nos manifiestan las primeras comunidades cristianas que, surgidas a impulsos del viento del Espíritu, aparecen en los escritos del Nuevo Testamento. Y así desearíamos que fuera nuestra Iglesia en el siglo XXI, con conciencia de enviada en todos sus miembros para la nueva evangelización que el siglo XXI demanda.
Aunque es verdad que existen demasiados cristianos nominales u ocasionales, no es menos cierto que cada vez son más los miembros de nuestra Iglesia que van sintiéndose corresponsables de la misión confiada por Cristo tanto en las tareas intra-eclesiales como en el servicio al mundo.
El día de Pentecostés celebramos también el día del Apostolado Seglar. A los cristianos laicos corresponde, de manera específica, evangelizar y hacer presente el Reino de Dios en medio de las realidades temporales: en el vasto campo de el trabajo, de la cultura, de la familia, de la política… Hay tanto que hacer que necesitamos, en verdad, vivir, como aquellos primeros testigos, la experiencia transformante y transformadora de Pentecostés, para salir luego a campo abierto, al frío y a la lluvia, a los caminos y a las plazas, allí donde los hombres viven sus angustias y sus gozos, a fin de ser portadores de esperanza y contribuir a transformar el corazón de los hombres, sus criterios y actitudes, así como la estructuras injustas, que tantas veces acaban estructurando la vida y el mismo corazón de los hombres.
En nuestra Diócesis de Albacete soñamos con hacer realidad lo que decía, hace unos años, la Comisión Episcopal de Apostolado Seglar: Que era su empeño promover la Nueva Acción Católica en esta hora de nueva evangelización, como “un instrumento humilde y servicial para procurar en cada parroquia y en toda la diócesis la necesaria formación social de la conciencia de los laicos cristianos, fermento de unidad entre los diversos movimientos e impulsora de la tarea misionera de toda la Iglesia”.
Andamos sobrados de cristianos de identidad débil. Necesitamos asociaciones vigorosas de seglares convertidos al evangelio, conscientes y enamorados de su vocación cristiana, bien arraigados en su identidad eclesial y bien arraigados en la realidades temporales. Necesitamos más niños, más jóvenes y más adultos que, en grupos o en pequeñas comunidades vivas, redescubran la experiencia de que el cristiano no es un cliente de servicios ocasionales que se piden por un vago sentido religioso o por convencionalismos sociales, sino un miembro corresponsable de este organismo vivo que es la Iglesia. Sólo así podrá nuestra Iglesia ser levadura y sal para un mundo nuevo, como lo fueron los discípulos que, encendida el alma por el fuego de Pentecostés, alumbraron formas nuevas de vivir en una sociedad pagana y decadente.